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O tempora, o mores!

La prosa burocrática es siempre poco atractiva. Si da motivos de escándalo es por el contenido. La forma ya se conoce: mazorral y redundante, pero con pretensiones de solemnidad. Cuanto más confusa, mejor para ciertos efectos. Se cuenta de un político de la antigua Monarquía preprimorriverista o primorriveriana, alabando el texto de un decreto que había encargado redactar a un alto jefe del Ministerio que ejercía, le dijo en público: « ¡Muy bien, señor Fernández! ¡Muy bien! Ese decreto está escrito con la debida confusión.» La debida confusión, parecida a la que, le recomendaba tener en la «testa» al joven Güethe un hombre prudente, lo neutraliza todo y es necesaria para gobernar con éxito. Sin la debida confusión se pueden plantear escándalos de modo hiriente, como dicta la experiencia. Hace mucho que no tengo que leer el Boletín Oficial. No espero nombramientos ni ceses de nada: pero hace unos días cierto querido amigo, más metido que yo en la vida pública, me hizo llegar el texto de una orden del Ministerio de Cultura, aparecida el 11 de febrero, por la que se convocan oposiciones al cuerpo facultativo de archiveros y bibliotecarios, sección de bibliotecas. La orden, capaz de hacer dormitar al más insomne, es clara, sin confusión debida y escandalosa, archivera, bibliotecaria y arqueológicamente hablando. ¡Con razón quería lo que quería don Melchor Sánchez de Toca, aunque fuera luego para ejercer su sutileza e ironía!«No será para tanto -dirá alguno- ¿Qué escándalos pueden producirse en tomo a archivos y bibliotecas, regidos por gente tan modesta como competente?» «Pues sí: hasta las bibliotecas pueden dar motivo a escándalos. No hablemos de los museos, que son de lo más escandaloso que hay en España. Voy a explicar, partiendo del pasado, el motivo para que la gente académica esté un poco excitada y sonrojada. Cuando yo estudiaba en la facultad de Filosofía y Letras de Madrid, antes de la guerra, corría un cantar que, parodiando otro popularísimo, decía así:

¡A la lima y al limón,

me voy a quedar soltera!

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¡A la lima y al limón, tendré que hacerme archivera! ¡Ay que desesperación! ¡Ay que desesperación! ¿Qué me importan Cicerón ni la catalogación?

Cantaban esto unas chicas muy guapas, que estaban seguras de no quedarse solteras y que hoy son mamás y aun abuelas con copia de descendientes... y sobre esto, archiveras, bibliotecarias y arqueólogas. Si Cicerón no les importa mucho, el latín y la catalogación han sido objetos de su quehacer cotidiano. Sí, señor.

Pero después de la guerra hubo por estas tierras una especie de furor latinizante y helenizante de origen clerical, que fue acogido con estupor, porque parecía que la liberación de España había de consistir en hacernos todos émulos de Nebrija. Se dijo, pedantescamente, que por el abandono de la educación humanística habíamos llegado al positivismo, al liberalismo ateo, al marxismo, etcétera. A todo lo que había que extirpar con la espada y con la cruz.

Mucho griego, mucho más latín en la segunda enseñanza. Los seudofrailes que preconizaban esto (un fraile como tal es para mi respetable siempre; un seudo de lo que sea, no), algunos de los cuales hablaban sólo el dialecto de su tierra, ignoraban que mucho del espíritu revolucionario del XVIII francés se incubó a fuerza de clasicismo romano, ingerido en los colegios de los padres de la compañía, los mejores pedagogos de su época, según don Federico Nietzsche. Pero, en fin, allá entre 1940 y 1950 estuvimos todos los españoles cantando el gorigori. ¿Qué ha pasado después? Lo que menos podía esperarse. He aquí que aparecen unas gentes conservadoras, sucesoras directas de las de aquellos tiempos... que sienten una antipatía rara por el latín, el griego, las letras y las humanidades en conjunto. ¡Fuera vejeces! ¿Para qué (o mejor dicho pa qué) sirve todo esto? Seamos modernos, científicos, tecnológicos, ligeramente cloroborosódicos y bicarbonatados. No; el griego y el latín ya no servirán para formar humanistas católicos. Tampoco para caldear el ánimo juvenil revolucionario, con el recuerdo de los ilotas, los gracos o Espartaco. Inglés básico (lo que un amigo mío británico llama pig-english) y pare usted de contar.

Y ahora llego al tema. Ahora resulta que en unas oposiciones a archivos y bibliotecas, se ordena, así por las buenas (aunque sea por una, vez), que en ellas no se pidan ni «latín» ni «paleografía». La justificación de la orden esta es que hay que actualizar y modernizar los conocimientos de los archiveros y bibliotecarios. Modifiquemos la copla:

«No te importa Cicerón, sí la catalogación. »

Francés o italiano, inglés o alemán. Pare usted de contar. Y, ahora todavía con conocimientos elementalísimos de latín y sin hacer alardes exagerados de erudición, podemos exclamar: o tempora, o mores ¿Qué es de la España imperial y eterna? Dentro de poco ni los bibliotecarios no sabrán qué significa esto y podrán traducirlo como aquel improvisado humanista de aldea: o al vado o a la puente.

Al vado iremos todos, porque la puente, la vieja puente de los asnos, está cerrada y el vadillo con unos empujones que nos den lo podremos pasar. O factum bene!

En suma. He aquí una reza de monjes y soldados humanistas entre los que ya ni siquiera va a tener que saber latín el archivero o bibliotecario. ¿Pero durará esto? A lo mejor dentro de unos años haremos otro viraje y pediremos que en unas oposiciones a la beneficencia municipal haya que traducir de corrido a Eurípides y a Tácito, pidiéndose, además, hebreo, egipcio, sumerio y rudimentos de etrusco. Bandazo va, bandazo viene. Pero si es en nombre de la tradición y de la unidad, nada importa voltereta más o menos.

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