Los embajadores políticos
LA PROFESIONALIZACION de la función pública y el ingreso en los cuerpos de la Administración de universitarios altamente calificados, que sirvieron al Estado pese a sus discrepancias con la ideología del Régimen, fue una de las causas decisivas de la modernización de nuestro país a lo largo de las últimas décadas.La carrera diplomática también se benefició de esa renovación y profesionalización. Aunque durante el anterior régimen los opositores de elevado origen social pudieran gozar en algunos casos de una mayor benevolencia, la «carrera» por antonomasia dejó de ser el coto casi exclusivo de los hijos de la aristocracia y la alta burguesía. El espíritu de los viejos tiempos, sin embargo, continuó encarnándose en cierta tendencia a considerar a los diplomáticos como «expertos en la generalidad», a quienes no era elegante exigir conocimientos especializados en el terreno económico o en saberes prácticos. La consecuencia fue la proliferación de agregados de embajada dependientes de otros Ministerios, que consolidaron una absurda división del trabajo en nuestro servicio exterior y una lucha de competencias entre los diferentes departamentos.
Pero el antiguo régimen abusó, también, de sus poderes discrecionales para el nombramiento de «embajadores políticos», cuyos únicos méritos eran los servicios prestados al propio Régimen. Este sistema contribuyó a desmoralizar a los funcionarios del servicio exterior, que veían obstaculizado el acceso a los puestos de mayor responsabilidad o tenían que servir a las órdenes de quienes consideraban a las embajadas como la materialización prestigiosa de una prebenda antes que el desempeño de una misión de Estado.
Los embajadores políticos son, sin duda, una necesidad en muchas ocasiones, y ha habido magníficos embajadores de este signo. No es lo preocupante, en definitiva, su proliferación, sino su capacidad y los motivos y fines por los que son destinados. Una embajada es un lugar de trabajo, y no un sabroso premio. Una embajada importante es, además, una misión de Estado, y no se debe encomendar, como consolación, a quienes no tuvieron éxito en otros puestos pero no saben resignarse a abandonar el presupuesto público. Tan absurda es la aspiración de algunos sectores de la carrera diplomática a que no haya en ningún caso embajadores políticos, como irritante la sensación de frivolidad que ofrecen algunas combinaciones diplomáticas. Lo verdaderamente rechazable es que las embajadas continúen siendo -como las presidencias de los bancos y de las industrias estatales simples piezas del spoil system; esto es, despojos destinados a consolar a ministros cesados o políticos en paro.
Por lo demás, si alguien se hacía ilusiones sobre la capacidad del derecho de gentes para regular jurídicamente o moralizar las relaciones internacionales, las recientes humillaciones a que ha sido sometida España en el norte de Africa, ante la indiferencia o incluso la colaboración de algún vecino europeo y de algún poderoso aliado, le habrán sacado de su ensueño. En estas circunstancias, necesitamos, desde luego, una política de consenso nacional, pactada por el partido del Gobierno y la Oposición, y una estrategia estatal firme y a largo plazo. Pero también precisamos de un servicio exterior experimentado y altamente cualificado, que no sólo ejecute inteligentemente las directrices recibidas desde Madrid, sino que contribuya, mediante la información y el análisis, a la elaboración de nuestra política internacional. En este punto hay que decir que, junto a diplomáticos brillantes y capaces, en la Carrera, coexisten, como en todo sitio y lugar, notables incompetentes que, por mor del escalafón o de obediencia a los dictados del poder, desempeñan representaciones y embajadas que exigirían un mayor nivel y preparación en los protagonistas. Tal vez sea indicado, para determinadas especialidades o destinos, un «reciclaje» de aquellos funcionarios que confunden la diplomacia con la simple cortesía y carecen del fondo de conocimientos y técnicas necesarios para realizar su trabajo.
En definitiva, la posible consigna «la diplomacia, para los diplomáticos», que incluiría como excepción a la regla la conveniencia de incorporar temporalmente a personalidades especialmente aptas para una misión, sólo cobrará su pleno sentido si los miembros de nuestro servicio exterior, como conjunto, se ponen a la altura de lo que los nuevos y difíciles tiempos exigen. Lo de menos es que los embajadores sean políticos o de carrera; lo importante es que sean buenos. Y sin duda los funcionarios de un servicio exterior bien adiestrado tendrán siempre mejores opciones para esos puestos, salvo que esto de las embajadas siga siendo el Rastrillo de los desconsuelos.
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