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Preautonomía vasca: decretos-leyes y pactos forales / 2

¿Cuál es la postura de los reales decretos-leyes que instituyen la «preautonomía» vasca, con relación a los pactos forales? Punto es éste de grandísima importancia, ya que esos pactos han venido siendo, a lo largo de los siglos, los lazos que vinculaban jurídica y políticamente las entidades vascas peninsulares al resto de España. Y aunque su vigencia ha quedado, de hecho, un tanto averiada, cuando no anulada, por las violaciones de que han sido objeto por parte del poder central, los vascos nunca han dejado de proclamar que los consideran vigentes de derecho, ya que los pactos no pueden romperse unilateralmente sin detrimento de la justicia.Por lo que a Navarra respecta, en el preámbulo (párrafo sexto) del decreto-ley que instituye el Consejo General del País Vasco, se alude a las especiales circunstancias de Navarra, que posee un régimen foral reconocido por la ley de 16 de agosto de 1841.

Como el carácter paccionado de ese régimen ha sido reiteradamente tenido en cuenta y proclamado en leyes, reglamentos y en sentencias de tribunales, incluso en la jurisprudencia del Tribunal Supremo, puede afirmarse que las palabras que acabo de citar reconocen a su vez, implícitamente, la vigencia del pacto foral de Navarra. Hay Más. En el párrafo segundo de la disposición final segunda de ese mismo decreto-ley, se autoriza al Gobierno a «modificar la composición y atribuciones del Consejo Foral de Navarra, de acuerdo con su Diputación Foral»; es decir, que esa modificación, para tener fuerza legal, ha de ser pactada por el poder central con las autoridades navarras. Y el decreto-ley relativo al procedimiento que se deberá seguir para la posible incorporación de Navarra al Consejo General, requiere, a su vez, un acuerdo (es decir, un pacto) entre la Diputación navarra y el Gobierno central para determinar cuál ha de ser el órgano foral llamado a pronunciarse a favor o en contra de tal incorporación, así como para fijar «el procedimiento» y «los términos» del referéndum que podría tener lugar acerca de esa cuestión. Establecer como condición indispensable, para cualquier alteración del régimen navarro que el Gobierno quiera introducir, el acuerdo previo de la autoridad legalmente representativa de Navarra, es reconocer claramente el carácter pactado de ese régimen.

Mucho menos claro es el reconocimiento del pacto foral alavés. En el párrafo segundo de la disposición final segunda del decreto-ley que instituye el Consejo General, se autoriza al Gobierno a reformar el real decreto que regula la organización y el funcionamiento de las Juntas Generales de Alava, sin más limitación que la de proceder a tal reforma «sobre la base del respeto al régimen foral vigente»: garantía imperfecta, por ser incompleta y precaria, ya que se halla a merced de la voluntad y del criterio (por muy recto y acertado que éste sea) de una sola de las partes.

En cuanto a Guipúzcoa y Vizcaya, la reforma por el Gobierno del decreto relativo a sus respectivas Juntas Generales no está sometida, en el decreto-ley que estoy comentando, a más condición que la «previa consulta al Consejo General del País Vasco», con olímpica ignorancia de la representación legal de las provincias interesadas. Se me dirá que esta representación (la Diputación respectiva) no es hoy democráticamente representativa, y en todo caso lo es mucho menos que los parlamentarios. Pues bien: tampoco es democráticamente representativa la representación legal navarra (la Diputación Foral), y acabamos de ver con cuánto miramiento es tratada. Puesto a preceptuar consultas, el decreto-ley habría sido más lógico y más conforme a la foralidad si hubiese ordenado consultar a los parlamentarios vizcaínos sobre la reforma del régimen de Vizcaya, y a los guipuzcoanos sobre la del de Guipúzcoa, en vez de consultar al Consejo General en bloque sobre las dos. Por otra parte, es cierto que, en la disposición final primera, se prevé «el restablecimiento de regímenes especiales de carácter foral de las provincias de Guipúzcoa y de Vizcaya»; pero se pone a ello condiciones tales, que la idea del pacto no aflora aquí por ningún sitio; de modo que, en la arquitectura del decreto-ley, el adjetivo «foral» colocado en esa frase más parece floripondio u ornamento huero, que elemento estructural de importancia.

Eso es lo que ocurre con relación a cada una de las cuatro entidades históricas. Pero, como dije en mi artículo precedente, el decreto-ley que instituye el Consejo General presta al conjunto vasco mucho más interés y atención que a las partes que lo componen. Y entra con ello en escena un factor nuevo y considerable, que podría llegar a tener mucha importancia,

Por su forma, de derecho, ese decreto-ley es una disposición «otorgada»: una medida tomada unilateralmente por el poder central para satisfacer una aspiración popular (párrafo segundo del preámbulo), y que a este poder central, y sólo a él corresponde desarrollar (artículos dos y diez, y apartado a) del artículo 7) dictando los reglamentos correspondientes, excepto en lo tocante al régimen interior del Consejo, que es competencia exclusiva de este último. Pero en el fondo, de hecho, ese decreto-ley es fruto de un pacto entre los representantes parlamentarios de Alava, Guipúzcoa y Vizcaya y una parte de los de Navarra (parte minoritaria, por lo que, de momento, ese pacto no obliga a Navarra, y quizá no la obligue jamás) por un lado, y el Gobierno central, por otro. La disposición legal sanciona, pues, un pacto político. Es cierto que el Gobierno no violaría este pacto si, por ejemplo, disolviese el Consejo General, pues el artículo nueve (al cual los representantes vascos han dado su conformidad) le autoriza a hacerlo; pero lo violaría si modificase unilateralmente cualquiera de los términos del decreto-ley. Legalmente, mediante otro decreto-ley podría modificarlo a su arbitrio. Políticamente, la palabra dada quedaría, en tal caso, incumplida, y podría hablarse de rotura unilateral de un pacto. Legalmente, también las Cortes pudieron antaño modificar la ley paccionada de 1841 sin contar con la Diputación de Navarra; pero andando el tiempo, a medida que las normas legales y la jurisprudencia han ido reconociendo el carácter pactado del régimen navarro, esa modificación unilateral se ha hecho legalmente imposible. Aquella ley fue, como los decretos-leyes de ahora, un pacto no por su forma, sino por su fondo: la ley (decisión unilateral de las Cortes y de la Corona) sancionó el acuerdo de 1840 entre la Diputación navarra y el Gobierno. Ahora, la Corona ha sancionado unilateralmente, con el asenso de la comisión parlamentaria competente, el acuerdo entre los parlamentarios vascos y el Gobierno, así como el acuerdo de los parlamentarios navarros entre sí, que el Gobierno se había comprometido de antemano a aceptar. Y esto, que posee un significado político muy grande, podría tener una trascendencia jurídica incalculable.

Si así fuese, acabaríamos de asistir, no diré que al nacimiento, pero sí a la génesis, de una foralidad nueva. Y no se me diga que esto es dar demasiada importancia a lo que no pasa de ser un régimen provisional. Nadie sabe lo que ocurrirá en el porvenir. Ese régimen puede muy bien desarrollarse, adquirir quizá perfiles definitivos a partir del embrión actual, sin romper la continuidad de su ser. Si esto ocurriese -y puede muy bien ocurrir-, en los pactos que los decretos-leyes acaban de sancionar estaría el germen de un nuevo régimen foral, de un nuevo pacto político, no ya entre las entidades vascas por separado y el poder central, sino entre este último y el conjunto formado por varias de aquellas. Y habría comenzado así una nueva era de la foralidad.

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