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El asunto Frühbeck y la cólera de los intocables

El director de orquesta -el conductor- es el último divo de la música, el divo de nuestro tiempo. Quedaron lejos los días en que tras anunciar en el programa con letra grande el nombre del solista y con menos grande el de la orquesta, se advertía con la mayor modestia tipográfica: dirigirá el señor Bretón.Hoy, el director goza de una mitificación de las grandes voces de oro de la ópera, y aún puede permitirse el lujo de enfrentarse a ellas y hasta maltratarlas. El inevitable ejemplo de Karajan basta para entender lo que digo. No entro ni salgo en cuanto de justa y merecida tenga la superestimación, la divinización de los tantas veces llamados magos de la batuta, coincidente, por otra parte, con la de los antaño oscuros registas y hoy protagonistísimos directores teatrales.

Las cosas, antes de ser buenas o malas, derechas o torcidas, simplemente son. Es lo que importa. No cabe duda que los mismos grandes autores -desde Bach a Strawinsky- han perdido en alguna medida la pública paternidad de sus obras. Así se habla normalmente de la Quinta, de Karajan, el Parsifal, de Boulez, la Júpiter, de Bohem o La canción de la Tierra, de Bernstein.

Todo lo cual explica -lo que es distinto a justificar- el tole-tole que se ha armado, aquí y ahora, con motivo de la sustitución en el podium de la Orquesta Nacional de Rafael Frühbeck por Antonio Ros Marbá. Bastará recordar el asunto Markevitch con la Lamoureux, el Maazel en Berlín, los distinto a justificar- el tole-tole mientos de Karajan en Viena o de Celibidache en la capital francesa, para concluir que España no es diferente, sino bastante análoga a cualquier otro país y que ante hechos de similar naturaleza, nuestras gentes reaccionan como las del otro lado de los Pirineos.

Por lo dicho en las declaraciones del director general de la Música, Jesús Aguirre, la tan comentada sustitución obedece, ideológicamente, a una proyectada mutación de la política musical española en la que, como es lógico, la Orquesta Nacional juega papel principal. Desde un punto de vista funcional o jurídico, se trata del cumplimiento -en un determinado sentido- de previsiones suscritas en el contrato existente entre Frühbeck y la Administración. Incluso, como ya comentamos al dar noticia del que había de ser, como ha sido, sensacional acontecimiento, entre las tres posibilidades incluidas en el contrato a la hora de la no renovación -denuncia de una parte, de otra, o mutuo acuerdo- se había llegado, según todas las informaciones, a la más civilizada: el acuerdo mutuo y el deseo de ambas partes de que en el futuro exista una colaboración leal y amistosa.

Efecto y no causa

Pero no quiero hoy, ni probablemente nunca, terciar en la polémica, ni echar ningún tipo de cuarto a espadas en una operación que, en definitiva, constituye algo normal en la vida de las orquestas. Mi alarma se centra en otro punto que podría sintetizar así: la titularidad de la Orquesta Nacional, o de cualquier otra del país, no es de, ningún modo el problema de la música española, tan acuciada de más trascendentales problemas. El revuelo producido por el cambio puede, una vez más, desviar la atención del público interesado de las grandes cuestiones. Es más: ya en nuestro primer comentario sobre el tema subrayábamos la suposición de que la medida tomada por la Dirección General de la Música obedecería a planes proyectados de mayor trascendencia; sería un efecto y no una causa. Cuando menos una simple inclinación de preferencias, por muy asesoradas que estuvieran.

Reacción desmedida

En no escasa medida, tal suposición ha venido confirmada por la reacción colérica y, como tal, desmedida, de los fieles, de los salvadores de la Nacional gracias a su asistencia a los conciertos durante decenas de años. Salvación esgrimida unas veces como acto moral y otras, sorpresivamente, como ayuda económica, algo así como una suerte de mecenazgo cumplido por el pago de unos abonos renovados de año en año que, al parecer, otorgan derecho a voto y obligan a la Administración a unas consideraciones y respetos no sólo correctos, sino ineludibles.

En cuanto al dinero -¡mi dinero!, tal exclamaba continuamente un personaje de Los intereses creados- bueno será advertir que una localidad de abono para asistir a los viernes del Real -delicioso pero virtual concepto- está pagada por el presunto mecenas tan sólo en un quince o un 20 % de su costo. El resto corre a cargo del Estado, es decir, lo pagan todos los españoles que, con honda razón, podrían gritar pluralizando: ¡Eh, nuestro dinero, nuestro dinero!

Mientras, muchos cientos, quizá miles, de auditores en potencia se ven privados de escuchar a su orquesta en Madrid, salvo caso de cesión, reventa o cualquier otro azar y después de practicar, pacientemente, el raro deporte de la cola, serpiente humana más irritable que las boas de Malasia.

Sin que exista confirmación oficial, se ha lanzado a la calle, a título de rumor, el propósito de la Dirección General de Música sobre un cambio -esto es, apertura- en el procedimiento de abonos. Ignoro si los tiros van realmente por ahí; también si se trata de una operación alarmista y desestabilizadora con vistas a reacciones colectivas.

Lo que sí sé, porque he leído unas cuantas cartas al director, es que el asunto Frühbeck ha girado progresivamente hacia el asunto público de los viernes, también denominado por algunos la cólera de los intocables. Esto sí adquiere verdaderos matices hispánicos y amenaza con convertir una operación artístico-político-administrativa en esperpento valleinclanesco. Bueno está lo bueno, señor director. Pero ¿nos va usted a tocar a nosotros, señores de un predio, máximos entendedores y opinantes, con el «farde» de tres decenios o más de protección al arte a través de nuestra cita semanal en el teatro de la plaza de Oriente? ¡Hasta ahí podían llegar las cosas, señor director! ¿Quién es usted para violar nuestros sacrosantos intereses, nuestra natural disposición para entregar al Estado el 20 % de lo que él se gasta en la Orquesta Nacional? Con todo respeto, me permito citar unas recientes palabras de Juan Carlos I, rey de España: Nada es más difícil para un hombre, sea lo que sea, que querer cambiar el paisaje que le rodea y modificarlo de un solo golpe.

Mudar el paisaje

Esta es la cuestión mudar el paisaje y sus entrañas, ante lo cual cualquier cambio accidental, por espectacular y sensacionalista que sea, o se procure que sea, pierde valor y se instala en su justa significación. Hay tanto que modificar en las estructuras mismas de la música española que la polémica actual, aun cuando llegue a convertirse en escandalosa, se me antoja algo inane e hinchado de frivolidad como lo están de aire las célebres muñecas eróticas. Esto, sin contemplar otros trasfondos a los que ha aludido, en aire de misteriosa advertencia, Jesús Aguirre en sus declaraciones.

Una vez más, quiero terminar rindiendo homenaje a los dos maestros españoles: Rafael Frühbeck y Antonio Ros Marbá. Que de rechazo puedan sentirse heridos, uno u otro, por este o aquel escrito no es justo ni noble. Menos aún señalar en el actual titular de la Ciudad de Barcelona a modo de defecto su catalanismo. Sin ismo, señores. Ros Marbà es, sencillamente, catalán. A través de tal naturaleza puede sentirse y realizarse plenamente español. Maragall «dixit».

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