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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las retribuciones de los funcionarios del Estado

CUANDO UN senador interpeló -precisamente el día de los Inocentes- al ministro de Hacienda sobre los sueldos reales de los altos cargos políticos de la Administración del Estado, estaba realizando un gesto que pretendía ser taumatúrgico, pero que, en realidad, constituía una ingenuidad. Ingenuidad porque brindaba al ministro una oportunidad de hacer gala de austeridad entre los gobernantes y, sobre todo, porque ignoraba que el verdadero problema no reside en la remuneración de ese escaso grupo de altos cargos, sino en la irritante desigualdad e injusticia que todavía sigue caracterizando la estructura general de las remuneraciones de los cientos de miles de funcionarios civiles y militares del Estado.Esas remuneraciones se basan en la ley de Retribuciones, aprobada en 1965, cuyos rasgos más característicos son los siguientes: el funcionario cobra como retribución básica una porción relativamente pequeña de su sueldo efectivo, lo cual no sólo originará unas pensiones ridículas cuando le llegue la hora del retiro, sino que los complementos adquieren una importancia desmedida. Estos introducen así un elemento de arbitrariedad en las percepciones reales del funcionario, pues su fijación depende de una Junta Central de Retribuciones en cuya composición suelen predominar los grandes cuerpos de la Administración que, lógicamente, tienden a imprimir un sesgo elitista a sus decisiones. Más todavía si, como sucede en la actualidad, no están sometidas a control y publicidad algunos.

Poco antes de las elecciones generales, el primer Gobierno Suárez aprobó un real decreto-ley que contenía dos medidas indudablemente acertadas: primero, reducía a cinco la gama de coeficientes utilizados para fijar los sueldos de los funcionarios, estableciendo de esta forma una correspondencia clara con los grados de titulación académica vigentes en España, y segundo, fijaba unos nuevos sueldos-base -lo cual es positivo a efectos pasivos- de mayor cuantía relativa frente a las retribuciones complementarias. Pero a cambio de todo ello, la mencionada disposición legal supuso un refrendo a la política discriminatoria vigente en materia de retribuciones a los funcionarios.

Con independencia de los nuevos sueldos para funcionarios, el régimen aprobado por el Congreso de Diputados e incorporado en los artículos 8 y siguientes de la ley general de Presupuestos, supone otorgar un cheque en blanco al Ministerio de Hacienda por cuanto en él se delega el desarrollo del nuevo sistema. La gran masa del funcionariado teme, y no le faltan precedentes históricos que citar, que esta delegación de competencias no produzca los resultados más justos. Esa sospecha se acrecienta al observar que sigue existiendo el régimen de complementos, que nada se dice respecto al porcentaje que los mismos puedan suponer sobre la remuneración efectiva del funcionariado, ni tampoco se regula la aplicación de los incentivos, destinos, dedicaciones y restantes conceptos que a veces engrosan sustancialmente el sobre del servidor del Estado. Por último, la aplicación concreta de las retribuciones sigue dependiendo de las Juntas Centrales de Retribuciones.

El resultado de esta solución incompleta al tema de las retribuciones de los funcionarios es la creación de un foco potencial de conflictos en una zona tan sensible como es la Administración del Estado. El esquema corresponde perfectamente a la táctica cada vez más utilizada por el Gobierno Suárez para resolver problemas incómodos: ocultar el polvo debajo de la alfombra.

El Congreso de Diputados está obligado a dar carácter prioritario a la tarea de ordenar y clarificar el estatuto vigente de la función pública; introduciendo criterios de equidad y publicidad en sus escalas remunerativas, acabando con los privilegios de los cuerpos elitistas de la Administración, ordenando sus sistemas de horarios de trabajo en aras a una mayor racionalización del mismo y exigiendo la dedicación que los funcionarios deben al servicio del Estado. Un país democrático no puede seguir funcionando con una Administración injustamente remunerada, poco profesionalizada, excesivamente numerosa y escasamente eficaz.

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