Parlamento y sociedad
El relativo descanso de estas fiestas navideñas me permite trasladar al papel las reflexiones que me ha inspirado el último pleno celebrado por el Congreso de los Diputados.Sean cuales fueren las denominaciones que adopten, me parece: incuestionable que las instituciones políticas deben adecuarse en su constitución y funcionamiento a la realidad social en que viven y a las corrientes doctrinales que pretenden recoger y representar. Cuando esa adecuación no se produce, los instrumentos políticos se mueven en el vacío y la vida pública se tiñe con matices de ficción. La política, entonces, marcha por un camino y la sociedad toma otros derroteros, cuando no se dispersa y atomiza, sin idea que la inspiren y sin hombres que la orienten. En cualquiera de esos casos, la falta de autenticidad acaba por ocupar el primer plano.
El Parlamento ha sido siempre, lo mismo para sus incondicionales que para sus adversarios, la expresión de un régimen de libertad política. Su estructura y su actuación han ido variando al compás de los cambios de la sociedad en que han vivido. Fiel a su idea inspiradora de órgano moderado, primero, y de sustituto, después, de poderes absolutos, el Parlamento, ha pasado de ser un instrumento encauzador de peticiones y modesto colaborador de régimenes absolutos, a constituir la expresión de la soberanía del pueblo. Lo mismo en nuestras Cortes medievales, que en el Magnum Concilium de Inglaterra, a partir de 1294, que incluso en muchas repúblicas italianas, los organismos deliberantes actuaron siempre como fuerzas moderadoras de la voluntad de reyes absolutos o de autócratas omnipotentes.
El ejercicio del derecho de petición que obligaba a los representantes, en virtud de un auténtico mandato imperativo, a convertirse en exponentes fieles de la voluntad de ciudades o condados, de merindades o de gremios, tuvo su más clara manifestación en lo que hoy llamaríamos materia presupuestaria. La aprobación o denegación de los subsidios a reyes y gobernantes fue la gran arma que los representantes de todos los tiempos pudieron emplear -y muchas veces lo hicieron con auténtica eficacia- para contrarrestar los excesos del poder soberano.
Salvado el largo paréntesis de la etapa absolutista, e inyectado en la política de los Estados modernos el espíritu de la revolución de 1789, los organismos electivos -llámense parlamentos, asambleas, cortes o estamentos- se convirtieron en el órgano más eficaz de limitación de las funciones ejecutivas, por medio de la fiscalización de sus actos, y de orientación de la política de la nación a través de la aprobación o del rechazo total o parcial de los presupuestos generales del Estado. Muy bien puede decirse que sin una intervención decisiva en los presupuestos del Estado, no hay Parlamento.
El presupuesto es mucho más que una previsión de ingresos y de gastos. Es la habilitación de los medios que permiten a un Gobierno desarrollar una determinada política. Si este principio fue siempre considerado válido, mucho más lo será en la actualidad, cuando el intervencionismo estatal permite que la acción legítima o la ingerencia abusiva de un Gobierno se manifiesten como fuerza determinante en todos los aspectos de la vida de un pueblo.
Lo que el Gobierno se proponga hacer, es lo que ha de reflejarse en el presupuesto. De ahí que no haya función fiscalizadora más eficaz, que la que ejerza un Parlamento por medio del estudio, y la discusión pública del presupuesto que un Gobierno somete a su aprobación.
El debate público de la totalidad de un presupuesto hace posible a las oposiciones merecedoras de tal nombre formular ante la opinión, las críticas de la orientación de la política del Gobierno, y permite a éste, razonas a la vista del país, las líneas maestras de su actuación futura. Un buen debate de la totalidad de un presupuesto no debe ser un simple torneo oratorio, ni un alarde de erudición más o menos auténtica, ni mucho menos, un hábil y traidor navajeo. Ha de ser un examen concienzudo y responsable de las grandes directivas de la política realizada, proyectada o consentida para su debido contraste con lo prometido por los partidos políticos en período electoral. Es el modo de mantener vivo el espíritu público para evitar que caiga en la abulía, el escepticismo o el desengaño en que con tanta frecuencia desembocan la esperanza, la exaltación y el fervor de los períodos electorales. El examen pormenorizado de las partidas presupuestarias a través de votos particulares y enmiendas discutidas con toda publicidad y, no en tono menor de locutorio de novicios, completa la mejor labor fiscalizadora.
Huir de los grandes debates públicos, encomendar la tarea parlamentaria al trabajo de las cornisiones es desnaturalizar una de las finalidades básicas que debe perseguir el Parlamento, que no es otra que mantener el contacto constante con una opinión interesada por los problemas del bien público.
No pretendo, al expresarme así, menospreciar la labor callada y eficaz de las comisiones que se han de esforzar en poner al servicio de los proyectos de ley, los conocimientos especializados de los hombres más preparados del organismo) deliberante. En mi vida parlamentaria pude comprobar en numerosas ocasiones hasta qué punto el esfuerzo de las comisiones -incluida la de corrección de estilo que deba los últimos retoques a los textos antes de su aprobación definitiva- preparaba eficazmente el trabajo de los Plenos, incorporaba notables mejoras técnicas a su articulado e incluso perfeccionaba la síntaxis. Lo que me alarma es la tendencia que ahora predomina de encerrar la esencia del quehacer parlamentario en el recinto estrecho de las comisiones, lo que puede concluir por olar a la opinión pública la impresión de que los pactos entre las primeras figuras políticas se prolongan en «arreglos» de tertulia y que el ensayo democrático en que estamos empeñados -que ya nació con algunos matices de legitimidad dudosa- degenere en una oligarquía de compadres.
El origen del mal no está, a mi modo de ver, en la falta de experiencia de los parlamentarios, ni en su mayor o menor preparación. Al fin y al cabo, como en tantas otras actividades humanas, las posibles deficiencias iniciales se superan con el ejercicio asíduo y concienzudo de la función. El deficiente funcionamiento parlamentario tiene su origen en las leyes de la llamada reforma política, cuyos autores no pudieron o no fueron capaces de salvar el confusionismo y la esterilidad que de un modo inevitable habían de ser el cortejo obligado de unas Cortes formalmente democráticas concebidas por unas mentes deformadas por decenios de autoritarismo.
El reglamento de las Cortes revela a las claras ese dualismo de concepciones. El resultado ha sido una normativa híbrida producto de una democracia que aún no se ha practicado y de un totalitarismo que todavía domina muchas mentes e impera en muchos corazones.
Tal reglamento permite interponer entre los parlamentarios y la opinión unos mecanismos extraños, susceptibles de aminorar los enfrentamientos legítimos y necesarios, evitar en gran medida los debates que pongan de manifiesto si las oposiciones son verdaderas o ensayadas, y permitir que desde la Presidencia de la que debería ser la. Cámara popular, se ponga en práctica un paternalismo bonachón tras del que se oculta una inexperiencia perfectamente explicable.
El procedimiento puede ser cómodo, pero es de dudosa calidad parlamentaria. Y el peligro puede venir de que la realidad, poco amiga de las ficciones, escoja otro teatro donde operar.
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