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Tribuna
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Una nueva reivindicación

No es fácil, aunque tampoco es preciso, definir la locura, una palabra castellana de probable origen árabe y sin equivalencias etimológicas en otras lenguas europeas. Lo que, sin duda, es ventajoso, pues le evita engorrosas connotaciones teóricas e ideologizantes, susceptibles de ser manipulables sólo por los ideólogos de siempre. Y no es preciso definir la locura, porque no se trata de un concepto científico o técnico, sino que responde a una concepción eminentemente popular que todo el mundo conoce y entiende, pese a la considerable ambigüedad que conlleva. Pero esta ambigüedad es sumamente conveniente, al menos para aquel a quien pueda serle atribuida la locura, puesto que siempre podrá eludir o rechazar ese atributo mientras no le sea «oficialmente» confirmado por un diagnóstico siquiátrico o una declaración judicial.Por el contrario, calificarle de demente, sicópata, esquizofrénico o simplemente de histérico le acarreará un estigma social difícilmente discutible, al estar avalado por el saber supuestamente científico de un técnico, quien, por delegación de un poder superior (el familiar, el social, el económico, el de la autoridad o en algún caso el poder político), ejercerá sobre el estigmatizado su poder terapéutico, más o menos brutal o sutil, según la clase social a que pertenezca dicho individuo.

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No puede negarse que, a menudo, el diagnóstico «correcto» y el tratamiento «adecuado» servirán para «curar» al loco y corregirle esa «extraña» conducta que tanto angustiaba a los demás, los que, a su vez, también quedarán tranquilizados y «curados». Por lo general, el tratamiento consiste en la aniquilante represión de las locuras del paciente, que para él no eran excrecencias aberrantes en su ser, sino todo lo contrario: modos personalísimos de expresar su interioridad, creaciones de su solitaria imaginación o elaboraciones internalizadas de su particular inserción en la realidad social. Consecuentemente, quedará vaciado de su locura y «normalizado» en su conducta, pero despersonalizado; tranquilo, pero «domesticado». No es raro, por tanto, que el loco rechace tenazmente el tratamiento curativo (y no por loco precisamente) al, que será sometido a la fuerza.

La locura como fenómeno humano, familiar o microsocial, emerge a consecuencia de las contradicciones sociales que han pesado sobre determinada persona, del mismo modo que podía haberle pasado, en circunstancias similares, a cualquier otra. La locura concebida en función de la dinámica interactiva de un grupo humano, sin darse cuenta y por la intensa presión «normalizadora» de la sociedad, precisa negar su propio potencial de locura para proyectarlo todo sobre el miembro más propiciatorio en ese grupo, tal chivo expiatorio. La locura posibilita la crítica transformadora de una sociedad positivista, alienada y que se obstina en rechazar el sufrimiento y el placer ajenos. La locura como experiencia que enriquece la vida, aunque sea demasiado dolorosa para sufrirla en solitario... Sin embargo, la siquiatría tradicional elude sistemáticamente la palabra locura por considerarla demasiado denigrante para el «pobre» enfermo. Se trata de un paternalismo farisaico, porque de hecho lo ha utilizado para «apropiarse» del fenómeno humano de la locura, arrebatándole todo su contenido popular, tecnificándola y reconvirtiéndola en «enfermedad mental».

Pero la siquiatría, no ha de ser forzosamente represiva. Puede, y habrá de ser, liberadora. Esto exige un cambio de mentalidad: será preciso un objetivo final: que la locura deje de ser la tremenda experiencia individual de unos seres aislados, que se redistribuya entre todos y que se acentúe la locura colectiva de la gente. Tal vez entonces la locura sea más festiva y penosa. Y la siquiatría sirva para aliviar a la gente que sufre.

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