Teixidor: revelación y evocación de la luz
La pintura de Jordi Teixidor posee la clara virtud de convertir en fenómeno específico, concreto. harto verificable, aquellos dos alcances que Josef Albers asignaba, como propios, a la finalidad, del arte en general: revelar y evocar la visión. Algo hay, en sus cuadros, de revelación próxima (lo que en ellos se ve de inmediato), y no poco de incitación evocadora (lo que, sin verse con análoga inmediatez. hace trasladar hacia otros horizontes la atención del que mira), concertado lo uno y lo otro por vía de modificación del ángulo contemplativo, de la propia mirada o capacidad de mirar.En cuanto que revelación, los cuadros de Teixidor son pura y escueta concentración de la luz, sucesión encadenada de corpúsculos (pinceladas, toques, pulsiones, puntos, átomos y constelaciones de átomos ... ) a lo largo y lo ancho de cada lienzo, de cada propuesta levemente cromática, de cada sublimada presencia, reducida a eso, a mera presencia que se genera en su propia lucidez, en su propio fulgor. Los cuadros de Teixidor se limitan a revelar aquel acontecimiento que hace posible todo acontecimiento de la visión: el tránsito de la luz sensible a la luz inteligible, de la sensación de la luz a la idea de la luz.
Teixidor
Galería Vandrés. Don Ramón de la Cruz, 26.
Jordi Teixidor plantea el acontecimiento de la luz como estricto fenómeno original, hasta el extremo de establecer toda una relación de analogía con el fenómeno de los fenómenos: el ser. Si en el ser, de acuerdo con Heidegger, cabe establecer dos caras (una patente y otra oculta), algo muy análogo nos es dado deducir del acontecimiento de la luz, tal cual nuestro hombre acierta a plasmarla en sus lienzos. Y si es la faz oculta la que define al ser como estricto fenómeno. es igualmente lo latente y silencioso de la luz lo que en los cuadros de Teixidor sustenta y aclimata la plenitud de la visión, la revelación de la propia luz.
Merced a su misma presencia embargante. tanto la luz como el ser (del que aquélla es signo original) se nos muestran, paradójicamente, como algo oculto, latente, eminentemente silencioso. Tan abrumadora es su presencia (todo es ser y en todo está la luz) que resulta harto difícil su captación. Y cuando el hombre afronta, cara a cara, su entidad respectiva (igual que el hombre platónico, recién salido de la caverna, pretende con templar, frente por frente, el sol), es tan deslumbrante su rayo que sus ojos quedan ciegos. Por evitar tal ceguera, Teixidor se propone vencer la dificultad contemplativa («ver no es tan simple como parece», solía decir Reinhardt), modificar el ángulo de nuestra visión y orientar nuestra conciencia a la latencia pura, al omnipresente silencio de la luz.
Teixidor elige la imagen del silencio, sabedor de que tal y no otra es la imagen de la luz. Unicamente la luz despoja y recrea a imagen y semejanza del silencio; porque la luz es vacío compacto en el espacio, densa cantidad y cualidad silenciosa. Y es el caudal, latente, insensible, silencioso, de la luz el que hace vibrar, en sus lienzos, núcleos remotos de desintegración, paulatinamente concertados y fundidos en el diáfano silencio de la tonalidad. Los cuadros de Teixidor son pura y exclusiva tonalidad, tonalidad única que en cada uno de ellos desarrolla y explica el tránsito, según dije, de la luz sensible a la luz inteligible.
El término tonalidad, consagrado por la tradición pictórica, no puede disimular su ascendencia musical, adquiriendo, en nuestros días, una muy concreta cualificación que Gillo Dorfles, entre otros, ha acertado a definir. La música tradicional, de marcado predominio armónico, fijó en el acorde el equilibrio expresivo de aquella amalgama sonora que llamamos tonalidad. La aparición del atonalismo y la sucesiva evolución de la dodecafonía opusieron a la tonalidad la prevalencia de los efectos tímbricos, destacando el valor aislado de cada sonido y su peculiar carga fónica. Cabe, sin embargo, oponer a la feliz distinción de Dorfles que, en plena euforia tímbrica, la tonalidad perdura, constituida ahora por un silencio atmosférico, en cuyo marco adquieren relieve los aislados efectos sonoros: la música posweberniana subraya el tiempo, la medida y la intensidad del silencio sobre los impactos tímbricos en él enmarcados. Fácil es referir a la pintura este ejemplo tomado de la música. La pintura tradicional se caracterizó por la tonalidad. La pintura contemporánea no oculta una clara complacencia tímbrica, patentizándose, en pleno auge de las corrientes abstraccionistas, la exaltación del toque cromático, de la pulsión, cómo calidad autónoma, como timbre. Pero, al igual que en la música posterior a Weber, en plano frenesí de la pulsión cromática, es la presencia tácita de la luz la que viene a constituir, como ocurre ejemplarmente en Jordi Teixidor, el espacio armónico de la tonalidad.
Toda la pintura de Teixidor se concreta, consuma y define a manera de profundo silencio atmosférico, en que late la luz, convertida en tonalidad a favor de la suma y sucesión de corpúsculos, de timbres (pinceladas, toques súbitos, impactos, pulsiones, briznas, puntos, átomos y constelaciones de átomos ... ), que nos remiten, reflexivamente, al más cotidiano y misterioso de los fenómenos, al tiempo que nos llevan a evocar el enigma mismo de sus límites. Admirables pinturas, muy capaces de centrar nuestra atención en la secreta urdimbre de la tonalidad y de hacernos pasar, en un instante, de la revelación a la evocación de lo visible, de la silenciosa sensación de la luz a la luminosa idea de la luz.
Babelia
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