El sector eléctrico y el "pacto de la Moncloa"
Grupo AFE
La ambigüedad y generalidad con que se ha hablado del sector eléctrico en el pacto de la Moncloa hace difícil un comentario sobre este aspecto. La redacción del documento final refleja un «compromiso» en la planificación de las inversiones y en la optimización de la explotación, distribución y transporte. Pero planificar inversiones se puede hacer en función de muchos y contradictorios objetivos, y plantearse la optimización del sector eléctrico -lo que indica que ahora no lo está- sin decir con qué instrumentos se va a actuar y cómo se va a medir es permanecer en el terreno de los buenos deseos.
Esbozaremos las medidas que pueden tomarse para llevar adelante estos objetivos tan amplios y poco precisos:
El sector eléctrico, hoy
La demanda de electricidad que hasta 1974 había crecido bastante regularmente, a ritmos superiores al 10% anual, a partir de dicho año se ha mantenido muy por debajo de estas tasas. Esto supone revisar los planes de construcción de centrales para adaptarlos a las nuevas circunstancias, ya que, de no hacerlo as!, el coste de las inversiones del sector es muy superior al realmente necesario.
Desde el punto de vista financiero las empresas eléctricas presentan una estructura que difícilmente pueden mantener. El crecimiento de los recursos exteriores -en forma de capital propio y de obligaciones y créditos- implica cantidades crecientes de costes de financiación que no pueden absorberse. La emisión de acciones liberadas para hacer atractiva la tenencia de títulos eléctricos a los inversores en Bolsa y el mantenimiento del tipo de dividendo, con independencia de los resultados obtenidos por las empresas, son prácticas que no pueden mantenerse, si no es conduciendo a la descapitalización del sector. Los recursos generados por la propia actividad empresarial cada vez representan una proporción menor del pasivo y de los inmovilizados, proceso que es necesario parar, con objeto de conseguir una estructura sana del sector.
Todos estos problemas se enmarcan en un contexto de cambios profundos en todos los sectores energéticos, en especial en el petróleo, con consecuencias importantes para el eléctrico. La opción nuclear como alternativa a la utilización mayoritaria de petróleos implica problemas tecnológicos, financieros y ecológicos, a los que hay que dar respuesta, y que afectan a toda la sociedad. De ahí que los objetivos que se plantea la política eléctrica futura deben significar una salida, tanto para estos problemas de alternativas energéticas globales como para la situación por la que atraviesa el sector actualmente.
Objetivos
1 . Optimización del sistema. Los objetivos pueden concretarse, básicamente, en dos cuestiones generales: la consecución de una estructura productiva eficiente y la aplicación de un sistema de precios adecuado. Ambos objetivos se interrelacionan de tal forma que la no consecución de uno de ellos hace inviable el otro: no cabe una estructura productiva eficiente, desde el punto de vista económico, si los precios no reflejan correctamente los costes, ya que la demanda de energía por parte de los consumidores no se realizará según unos criterios basados en la asignación correcta de recursos,
Una estructura productiva, para ser eficiente, debe cumplir requisitos que afectan al campo tecnológico -la mejor utilización técnica posible de los recursos- y al económico -su utilización debe realizarse al menor coste posible-. Los aspectos tecnológicos nos conducirán a un sistema en que el consumo específico de combustible por kilovatio/hora generado sea el mínimo, así como las pérdidas por transporte y distribución, la entrada en funcionamiento de cada central tendrá que hacerse según un análisis de los costes en que incurre dicha central en relación con las demás, etcétera. Todo esto exige un análisis exhaustivo de las condiciones actuales de funcionamiento del sistema eléctrico en su conjunto -no por separado para cada uno de los mercados que cubre cada empresa- y, como consecuencia, la elaboración de las medidas que permitirían conseguir que el sistema actual se acerque a su óptimo.
Al mismo tiempo debería preverse el desarrollo necesario del sistema en función de objetivos económicos generales, en el sentido no sólo de determinación de la demanda futura, sino de la estructura que, además de cumplir los requisitos de optirnización ya citados, sea la más adecuada a los objetivos sociales, ecológicos, etcétera. En este ámbito, la elaboración de un mapa de posibles localizaciones de las nuevas centrales -sean del tipo que sean-, con la explicitación de los costes sociales que produciría su instalación, parece imprescindible.
2. Nuevas tarifas. En cuanto, a la implantación de un sistema de precios que refleja adecuadamente los costes reales del sistema para satisfacer la demanda de cada consumidor, no es necesario justificar su importancia. Máxime en una coyuntura como la actual, en que la escasez de recursos de todo tipo de materias primas, de tecnología, de capital...- limita considerablemente las posibilidades de salir de la crisis por la que atraviesa la economía española.
La elaboración de un sistema de precios eléctricos deberá tener en cuenta: los costes relativos de las distintas energías sustituíbles en determinados mercados, la composición de los costes del sector eléctrico desde la generación hasta el consumidor, las diferencias de costes, según el momento en que se realiza el consumo -en punta, valle o llano-, etcétera. Todo esto sin entrar en el tema de la elección del criterio de tarificación: tarifas únicas para los grupos de consumidores de la geografía o tarifas distintas, según el coste de cada región; tarifas basadas en costes medios o costes marginales, etcétera. Desde el punto de vista político, es evidente que los consumidores, a través de organizaciones específicas o a través de los sindicatos, van a oponerse cada vez con mayor fuerza a cualquier aumento de las tarifas eléctricas que no esté totalmente justificado; esta oposición será positiva al obligar a hacer explícito un conjunto de criterios que puedan asumirse por el país, en función de los que se elabore un sistema nuevo de tarificación.
Sin embargo, todos estos objetivos no pueden realizarse si la Administración se mantiene, como hasta ahora, prácticamente al margen de las iniciativas del sector eléctrico. Las más de las veces, cuando alguien plantea la necesidad de que la Administración cumpla un papel importante en este sector, sólo se piensa en la nacionalización. Este hecho pone de manifiesto el desconocimiento y falta de imaginación que existe sobre esta cuestión, ya que nunca el objetivo de una política eléctrica puede ser «conseguir un instrumento» -como de hecho es la nacionalización-, por muy eficaz que éste pudiera potencialmente ser. Lo importante es saber qué papel se quiere asignar a la energía y, en particular, a la eléctrica, en el desarrollo económico futuro, y cuál debe ser el funcionamiento del sector para que lo cumpla correctamente -con el mínimo coste y con las garantías que debe ofrecer un servicio público- Si después de establecer todo esto se concluye en la necesidad de nacionalizar, se deberá precisar en qué condiciones se va a realizar y qué organización será la más adecuada. Si no se siguen estos pasos, o bien se trata de una propuesta superficial que enmascara la ausencia de alternativas claras y globales, o bien podemos encontrarnos con una nueva utilización del capital público sin tener asegurada su rentabilidad social y económica.
El papel de la Administración
Los objetivos que se han señalado aquí -que afectan a la estructura productiva y al sistema de precios- precisan, dada la institucionalización actual del sector eléctrico, del trabajo de las empresas y de la Administración. Sólo la voluntad decidida de esta última de dar los pasos necesarios para alcanzar los objetivos y de tomar las iniciativas correspondientes permitirá que se monten las bases necesarias para un control eficaz (no burocrático) del funcionamiento del sistema eléctrico.
Este control no exige cambios importantes respecto a las posibilidades con las que actualmente cuenta la Administración. Si es ésta la que fija -por lo menos quien debe responsabilizarse- la política de tarifas, precisamente deberá explicar los criterios en los que se basa; criterios que no son una mera cuestión de principios teóricos, sino que deben tener una incidencia en la política financiera de las empresas.
Una de las características de la coyuntura eléctrica es la deficiente estructura de estas empresas; por ello hay que definir qué proporción de los nuevos recursos deben provenir de la autofinanciación y, por tanto, evitar que el capital,externo que debe remunerarse sea la fuente básica de captación de recursos por las empresas. Hay varios criterios posibles. El más admitido parece el de dotar las amortizaciones hasta una cuantía fijada en función del valor de reposición del inmovilizado. En una etapa de inflación como la actual éste es el único criterio que permite no descapitalizar las empresas, mientras se considera que éstas tienen que hacerse responsables de la gestión de los nuevos recursos necesarios para las inversiones que quieran realizarse.
Igualmente la Administración debe controlar -de tal forma queda siempre conocerse la mayor o menor adecuación de la estructura productiva a las necesidades de la demanda- el funcionamiento del sistema eléctrico. No es posible un nuevo plan energético que desconozca si la capacidad del sector es la óptima o no, los costes en que se incurren con la utilización de unas centrales u otras en los distintos momentos de la curva de carga con objeto de formular una función de costes del sistema. Es necesario superar la etapa en que los planes aprobados por la Administración consistían en una mera previsión de demanda -lo que no planteó problemas mientras ésta fue creciente- y una estimación de la potencia necesaria para hacer frente a la misma. La utilización de una tecnología u otra o la determinación de los costes sociales en que se incurre son temas a los que la Administración debe poder contestar.
En la medida en que las propias empresas públicas del sector no sean claramente unos instrumentos para poner en práctica la política eléctrica que se elabore, y el propio Estado no utilice las participaciones que tiene en las empresas del sector a través de las operaciones bursátiles del Banco de España, para algo más que obtener la rentabilidad correspondiente, la desconfianza hacia las actuaciones del sector público en la actividad eléctrica tendrá, ciertamente, una clara justificación, y una nacionalización completa de esta actividad será difícil de apoyar.
Es posible que todas estas cuestiones hayan sido abordadas por los participantes en las discusiones que concluyeron con el pacto de la Moncloa; sin embargo, lo que ha trascendido y ha quedado escrito en el papel no es más que un propósito amplio y sin concretar.
Si lo que pretendían los participantes en el pacto era definir un amplio abanico de actuaciones que implicaran un mejor funcionamiento de la economía española, sin alterar sus estructuras y reglas básicas ahora en vigor, deben de explicar mejor los acuerdos a que han llegado.
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