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Tribuna:Autonomías regionales / 2
Tribuna
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Una cuestión democrática

En España, paradójicamente, cuarenta años de poder casi absoluto de un reducido grupo de políticos han impedido que «los hombres y las tierras» se unieran de verdad, ya que sólo se une lo que está vivo y libre, y si se apaga y ata la voluntad de la gente, más que unir se unifica, y, al no haber participación democrática, más que integrar se desintegra. En tales casos el Estado, en verdad, no existe. No hay más que Gobierno central y centralista. Los ciudadanos se refugian forzosamente en el trabajo, en el ensueño otra vez o en la clandestina lucha por resucitar. Las tierras, las regiones de una nación cautiva no logran entre si mas unidad profunda -pese a las autopistas y la televisión- que la que otorga el combate por la democracia.Si repasamos la prensa de los últimos años del franquismo y de estos primeros de la Monarquía, comprobaremos que los actos y movimientos de resurrección política del país se producían con una inevitable y lógica connotación regionalista o nacionalista. Esto quiere decir que el nuevo régimen -en tanto que quiera ser democrático- nace indisolublemente ligado a la reivindicación autonomista o de autogobierno regional. Es importante no olvidar que ninguno de los nacionalismos periféricos que se expresan hoy reivindicando el reconocimiento de la personalidad histórica de ciertas nacionalidades hispanas deja de poner en el frontispicio de, sus agravios la exigencia democrática y la sincera voluntad solidaria respecto a todos los restantes ciudadanos del Estado español.

La cuestión de las autonomías regionales se centra claramente, por tanto, a partir de la exigencia democrática. La verdadera cuestión no va a ser, en el fondo, de carácter regional o nacional, sino si se va a ir o no de verdad a la construcción de un Estado democrático. ¿O es que, con la excusa de que no ha habido «ruptura», sino «reforma», se va a una seudodemocracia limitada y controlada, a un simple cambio de fachada del inconmovible macizo oligárquico, centralista y conservador de siempre?

La posición de los partidos

¿Cuál es sobre este punto capital la posición de las principales fuerzas políticas en presencia? No quisiera simplificar ni ser sectario, pero me parece que Alianza Popular (incluida la fracción más moderna y democrática) desea enlazar con la tradición de mera descentralización administrativa del conservatismo español más o menos liberal. Por su parte, la UCD gubernamental muestra en este campo -como en tantos otros- una falta de ideología explícita y un pragmatismo de corto plazo que, a la larga, pueden hacerla tributaria de los mismos reflejos conservadores de Alianza Popular. El regionalismo de UCD parece como si quisiera articular los grandes intereses conservadores de las regiones (Iigados a Madrid de modo irreversible) frente al reto de una izquierda que cree en el autogobierno regional como medio de transformación social de unos territorios sistemáticamente descuidados o explotados por sus propias oligarquías, de acuerdo con el poder oficial del pasado.

Un caso peculiar lo constituyen los pequeños partidos nacionalistas de Cataluña y el País Vasco. Su ideología resulta contradictoria, pues, por un lado, su cautela posibilista les aproxima a las propuestas de la derecha, pero, por otro, su rivalidad con la izquierda autonomista les obliga a ser consecuentes con su proclamado nacionalismo y a exigir la autonomía política de sus respectivas nacionalidades. Su vinculación a una burguesía de tradición democrática y autonómica viene equilibrada por su inevitable dependencia económica de los grandes intereses capitalistas de todo el Estado. De ahí que practiquen una estrategia muy semejante a la de los nacionalismos burgueses del primer tercio de este siglo español: tendencia a colaborar con la izquierda en sus países de origen y a hacerlo, en cambio, con la derecha en cuanto ésta se halla en el poder de Gobierno y del Estado.

La izquierda española -socialistas y comunistas-, cuyos planteamientos moderados y prudentísimos son denunciados con escándalo por los partidos y movimientos que proliferan a su izquierda, prolongan hoy la tradición de autogobierno regional, propia de las fuerzas populares de nuestro país desde el siglo pasado. Hace suyas las reivindicaciones de las nacionalidades y regiones, uniéndolas en una misma ambición: luchar eficazmente contra el subdesarrollo absoluto o relativo de todas ellas, y fomentar la participación popular en el Gobierno del Estado. Ahora bien, su vocación constructora de una nación unida en la igualdad y libertad de sus pueblos presenta de nuevo un fácil flanco al conocido argumento de los conservadores no demócratas: la izquierda querría, mediante las autonomías regionales y el reconocimiento de las nacionalidades, desintegrar la patria para mejor imponer su sangrienta y ánárquica revolución.

La cuestión quedaría, para mí, definitivamente centrada, si se admitiera por todos los partidos que el problema de Ias autonomías. al ser un elemento clave de la democracia española, ha de ser resuelto dentro del forzoso pacto patriótico entre la derecha y la izquierda que hoy se necesita para construir, como pedía Ortega, un Estado moderno, socialmente enraizado en la pluralidad real de España y con la finalidad principal de lograr una justa redistribución de la riqueza nacional entre todos los hombres y regiones-nacionalidades del Estado común.

Los falsos conflictos

Entendidas así las cosas, nótese bien que el dilema «Nación española-regiones y nacionalidades autónomas» (basado en la famosa dicotomía «soberanía nacional-soberanías regionales») no tiene sentido y sólo va a ser utilizado por los grupos más reaccionarios y ultraconservadores. No se trata de discutir la soberanía del Estado ni de menguar sus poderes, sino de todo lo contrario: de fortificar la unidad española, creando un Estado, prómotor de justicia, que sea sentido como tal y como propio por todos los ciudadanos, sean éstos gallegos, andaluces, castellanos o vascos, mediante la distribución de esos poderes estatales por todo el país. Haciendo que la gente se constituya ella misma en Estado, lo nutra y lo ejerza.

El segundo conflicto falso que se airea por algunos se refiere a esa distribución de competencias políticas del Estado. Se acepta con un guiño de complicidad comprensiva que algunas regiones podrían tal vez hacerse cargo de ellas, pero que otras no. Y a continuación se les regatean o niegan poderes a las primeras con la excusa de que las segundas no aceptarían situaciones de privilegio. Resulta altamente significativo al respecto que una nacionalidad como Cataluña se niegue reiteradamente a ser tratada como algo peculiar, y reivindique lo que pretende ella para todas las nacionalidades y regiones de España, en actitud solidaria y de igualdad. Pero no una igualdad en lo mínimo, sino en lo máximo.

El tercer conflicto falso aparece ahora. ¿Cómo se atreve alguien a reivindicar el autogobierno político -que supone una máxima competencia- en favor de regiones «impreparadas» para ello? Este «realismo» que tanto se ha aplicado en este país para negarles a los obreros; a las mujeres o a los marginados sociales su efectiva igualdad jurídica, oculta una ficción. Son los «separadores» de siempre los que afirman, por un lado, que ya existe la unidad española, pero exageran, por otro, las diferencias y las particularidades de las regiones hasta propugnar para ellas tratamientos tan diferentes que, en la práctica -y en nombre otra vez de la imprescindible unidad jurídica del Estado-, se neutralizan entre sí y dejar las cosas como estaban. Que es lo que, en definitiva, se pretende.

Una cuestión de Estado

Si se tuviera sentido del Estado se vería que las dos nacionalidades más ricas (Cataluña y País Vasco) concentran juntas (tal vez podría añadirse Valencia) una parte considerable de la riqueza española (típico producto del proceso de concentración selectiva del capitalismo). El Estado debe estar presente en estas zonas, transfiriéndoles aquel conjunto de competencias que necesitan para resolver los ingentes problemas de una sociedad moderna y conflictiva. No cabe escudarse, paradójicamente, en el tema nacional-regional para no ver que el primer interesado en la transferencia de competencias es el Estado mismo.

Pero si las nacionalidades citadas son la punta de lanza del progreso económico (y, por tanto, democrátido y social) de España, sería un error fomentar aún más esa patológica concentración de poder y de conflicto que el capitalismo de estos cuarenta años ha creado junto al Atlántico y el Mediterráneo. Distribuir el Estado. entre el triángulo Madrid-Barcelona-Bilbao es, una vez más, olvidarse de Aragón, Castilla, Andalucía, Galicia. Extremadura, etcétera, pueblos éstos con un empobrecimiento relativo o absoluto insoportable. El juego fácil es no dar autonomía a éstas regiones, alegando que no están preparadas para ello y que ellas mismas prefieren que desde Madrid las ayuden. Pero, repito, esa excusa se acaba volviendo contra las nacionalidades más ricas, lanzando la opinión de las pobres contra ellas de modo tan demagógico o insensato.

Son justo las regiones ricas las que cuentan con mayor conciencia democrática de que son punta de lanza del desarrollo de las empobrecidas, y por eso reivindican para éstas las mismas competencias que ellas reclaman. Los miles y miles de andaluces que han votado en Cataluña en favor de su autonomía no querían «separarse» de los problemas de su Andalucía, sino que empujaron catalanamente para que, un problema de Estado, como es el subdesarrollo, lo resuelvan los cludadanos de forma solidaria. Si en Cataluña ha ganado la izquierda, y ésta es autonomista, no es sólo por catalanismo, sino porque el pueblo quiere gobernar, gobernarse, solucionar de una vez los tremendos problemas económicos y sociales del país. ¿No será que quien se opone a ese autogobierno regional se opone en realidad a las transformaciones sociales que pueden llevarse a cabo en un Estado democrático y, por tanto, autonomista?

Se equivocan, pues, quienes creen que el problema de las regiones es un problema regional. Es una cuestión de Estado. Es un campo privilegiado de operaciones de las fuerzas conservadoras, o de derecha, y las transformadoras, o de izquierda. Es forzoso un pacto realista y patriótico sobre este punto, y que la derecha reconozca que si se opone a las aulonomías es porque favorecen a la izquierda, y no porque pongan en peligro patria alguna.

¿Cómo articular organizativa y constitucionalmente un Estado que cuanto más Estado quiera ser más habrá de vivificar las posibilidades de autogobierno de sus nacionalidades y regiones? ¿Tendrán los partidos parlamentarlos la sensatez, la inteligencia y la imaginación para elaborar una Constitución en la que se garantice y se regule de modo práctico y coherente un tema que es la vida misma de España y un-seguro de su unidad, grandeza y libertad futuras?

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