Los profetas
Hágase un experimento. Tómese una serie de periódicos -hay algunas excepciones, pero no muchas- de una fecha determinada, o las declaraciones de los políticos que son habitualmente exaltados por esos periódicos; hágase una lista de las cosas que unos y otros dicen que «no se hacen» y que «no se van a hacer», por las cuales claman quejumbrosamente; léanse después las informaciones de un mes o dos después, y se verá que casi todo eso ya está hecho.
Se esperaría que periódicos y portavoces políticos reconocieran que se habían equivocado, que los hechos habían desmentido sus negativas profecías; que, a pesar de sus previsiones, lo que nunca se iba a hacer se ha hecho muy pronto, lo que no iba a pasar pertenece ya al pasado y ha dejado lugar a otras tareas. Se esperaría en vano: jamás reconocen su error. Esto es demasiado humano; pero cubría la esperanza de que escarmentasen y rectificasen para el futuro; que fuesen un poco más precavidos y no repitiesen la misma negación a priori acerca de la cuestión siguiente. Nada de eso: monótonamente insisten en el mismo juego, una vez y otra, nuestras mes.
En un plazo inverosímilmente breve, todavía menos de dos años, y especialmente desde junio de 1976, que es cuando se aceleró el ritmo de la transformación, España ha cambiado políticamente de tal manera que apenas queda nada sin cambiar. Lo cual no quiere decir, naturalmente, que no quede riada de la época anterior, porque esto seria absolutamente imposible, y si pudiera ser significaría la locura colectiva, sino lo que acabo de escribir: que no queda nada sin cambiar. Que todo en España -la misma España que había y sigue habiendo- es distinto, se: ha transformado, tiene otra estructura, otra función, ofrece otras posibilidades. No se trata -por lo pronto al menos de darle una «nota» de suspenso, aprobado o sobresaliente a nadie, sino de enterarse; porque empieza a resultar escandalosa la decisión de no enterarse de nada que han tomado muchos de los que aspiran a orientar y regir al país.
Se usa mucho la palabra «credibilidad»; pues bien, es hora de aplicarla a los profetas mayores y menores. A los de la prensa y la política, que no tienen por qué gozar de inspiración sobrenatural, se les puede tolerar que yerren de vez en cuando; yo añadiría una condición: siempre que lo reconozcan. Pero cuando el error es constante, cuando apenas queda en pie una profecía, cuando los discursos o los editoriales -y muchas veces eso que se llama, no sé bien por qué, «informaciones»- no resisten la relectura al cabo de un par de meses (o semanas),'ello engendra un escepticismo peligroso, que refluye indebidamente sobre la libertad de expresión y la desacredita. El derecho a errar es inalienable -¿qué sería de todos nosotros sin él?-; pero el deber de errar parece excesivo, y se parece demasiado a la incompetencia o a un siniestro derecho a mentir que se ejerce sin títulos legítimos.
Se preguntará cómo es esto posible, cómo puede practicarse la profecía fallida con constancia y aparente éxito. Hay que tener en cuenta, ante todo, la fuerza de la palabra pública y, sobre todo, de la palabra impresá. Lo que se dice «en letra de molde» es normalmente creído, si se lo repite un número suficiente de veces. Caí en la cuenta de ello hace ya muchos años, en plena vigencia del régimen anterior, cuando todos los medios públicos de comunicación estaban dominados y dirigidos por el Poder. Los enemigos del régimen, -incluyendo los innumerables que así se llamaban mientras lo sostenían con un hombro que nunca se les ocurrió retirar- profesaban la mayor incredulidad respecto a cuanto se decía públicamente en España, desde luego respecto a las informaciones y comentarios de periódicos. Sin embargo, podía comprobarse que respecto a casi todo salvo la valoración «nominal» del régimen como talsus escépticos adversarios compartían la información de origen oficial y un número altísimo de las opiniones del mismo origen. Por otro lado, gozaban de amplio crédito las fuentes «clandestinas» (publicaciones extranjeras, radios, adversas que emitían para España), aunque sus afirmaciones estuviesen en frecuente contradicción con los hechos; ejemplo máximo, los constantes anuncios, desmentidos durante decenios, de la «inminente caída» del régimen, que, lejos de ahorrarnos una sola hora, pareció más bien gozar de una «prórroga» inesperada.
Esta fuerza de lo que se dice y repite aumenta cuando se acompaña de petulancia y seguridad. Ahora que los Papas suelen ser -y además parecer- humildes, cuando, recuerdan su título servus servorum De¡, cuando no condenan ni pronuncian anatemas, y además dan explicaciones, y casi ocultan la infalibilidad sobrenatural, subrayando mucho más su falibilidad humana, hasta el extremo de que hasta los católicos tienden a pasar por alto la primera, ahora es cuando se ha desatado la actitud « pontif icante» entre los que hablan o escriben. Cualquier mocito le explica lo que tiene que hacer a Pablo VI, al presidente Carter, al Rey de España y no digamos a cualquier jefe de Gobierno, especialmente si es democrático, es decir, si tiene autoridad y no mera fuerza. Un síntoma secundario de ello es eluso de la palabra «exigir» por parte de los que no se atrevían ni a «sugerir» hace dos años. Ya nadie propone, ni pide, ni solicita, ni expresa el deseo de que algo sea examinado y discutido-, simplemente exige.Añádase un tercer refuerzo de la profecía incumplida: la mala memoria individual y colectiva. Casi nadie recuerda lo que se había dicho antes; la actualidad domina: el lector de periódico tiene presente el editorial de hoy y ha olvidado el de la semana pasada, probablemente el de ayer. Es muy difícil conservar los periódicos, porque al cabo de un par de meses no caben en la casa; recortar y guardar es enojoso, y a menos que se tenga un sistema de ordenación, no hay quien encuentre el recorte deseado. Las dificultades materiales ayudan a la impunidad de la falsificación o la incompetencia.
¿Cuáles son las consecuencias de esto? Muy graves, a mi juicio. Todo eso se ya decantando y posando en la mente y en el alma de cada uno de los hombres y mujeres que reciben esa información. Si se hiciesen encuestas interesantes, se intentaría analizar cómo son, por ejemplo, los lectores habituales de uno u otro periódico. Se vería que los que leen un periódico normalmente veraz, tal,vez modesto y poco «profético», se mantienen más cerca de la realidad y la sustituyen menos por esquemas irreales o meros deseos. En cambio, los que frecuentan la desmesura, los que viven inmersos en un ambiente de profecía frustrada, están amenazados de exasperación y van perdiendo contacto con las realidades elementales. De vez en cuando éstas irrumpenldas y les causan una soren sus vi presa malhumorada, como si fuesen una impertinencia.
A la larga, se va condensando la incredulidad. No se iban a au.torizar los partidos políticos; no se iba a abolir la censura; no se iba a suprimir el Movimiento; no se iban a disolver las Cortés «orgánicas»; no se iban a autorizar las ideologías proscritas; por supuesto, no iba a haber elecciones; naturalmente, el Rey no iba a ser legitimado por su padre, ni por el pueblo; nadie iba a salir de la cárcel; de autonomías regionales, ni hablar: el más cerrado centralismo iba a prevalecer para siempre; los emigrados políticos nunca podrían volver; se iba a perpetuar la distinción entre vencedores y vencidos; la guerra civil no iba a terminar nunca; no se iba a hacer una Constitución, sino que se iban a retocar y «camuflar» las llamadas Leyes Fundamentales; no se iba a hacer la reforma fiscal, ni judicial, ni se iban a plantear los problemas económicos, ni los de la Seguridad Social, ni las relaciones exteriores de España. Todo esto lo hemos ido oyendo y leyendo día tras día -y lo vamos a seguir oyendo y leyendo- Al cabo de un par de años, quizá tres, ¿cuál puede ser la reacción de los españoles? Depende de la vitalidad, de la capacidad de defensa e invención del pueblo español. Si son escasas, como piensan los «profetas», se derramará la desesperanza por todo el cuerpo nacional, invadido por una desconfianza que es el primer estado de la parálisis histórica progresiva, la misma, que afecta a tantos países que ni cambian ni ya quieren cambiar durante tres o cuatro generaciones. Entonces podrán disponer de España a su talante, harán con ella lo que quieran.
Si, por el contrario, esa vitalidad, esa imaginación, esa invención, esa salud social son elevadas, como yo creo, los españoles barrerán muy pronto a todas las almas feas que están intentando por todos los medios cerrarles el camino de la historia. He dicho que las barrerán, pero ni siquiera será necesario: bastará con volverles la espalda.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.