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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un pacto para consolidar la democracia

LA FIRMA, en el día de ayer, por todos los partidos con representación parlamentaria, excepto Alianza Popular, del acuerdo político, completa, después de la rúbrica del acuerdo económico realizada el pasado martes, el pacto de la Moncloa. Las críticas contra el procedimiento negociador por haber relegado a un segundo plano el papel de las Cortes no resultan del todo justificadas. Los grupos parlamentarios están sujetos a una disciplina de voto, y quienes acudieron al palacio de la Moncloa lo hicieron en concepto de dirigentes de los partidos y con su respaldo.También se halla excluida la posibilidad de que las medidas, una vez pactadas por los estados mayores de los partidos, pudieran ser puestas en vigor sin pasar por las Cortes. Está fuera de duda que la instrumentación de los acuerdos va a realizarse, en sus aspectos fundamentales, a través de la acción legisladora del Parlamento.

También parece justo resaltar que el pacto de la Moncloa es el resultado de una verdadera negociación entre el Gobierno y la oposición situada a su izquierda. Para formular este juicio era necesario, sin embargo, que se hicieran públicos los acuerdos específicamente políticos firmados ayer. La parte propiamente económica del pacto se sitúa forzosamente dentro de las fronteras de la estrecha banda de medidas que pueden permitir a la economía española salvarse de la bancarrota, con la renuncia de la izquierda a una transformación cualitativa del modelo económico. De ahí que se trate de un plan que debe aceptarse y al que no debe criticarse excesivamente su inevitable vulgaridad técnica. Cuando el barco está a punto de irse a pique, la discusión sobre la exacta distribución equitativa de los sacrificios en función del anterior reparto desigual de los beneficos resulta un ejercicio bizantino. La consigna de la izquierda extraparlamentaria de que «paguen la crisis» los grandes beneficiarios de la época «desarrollista», no es una alternativa política sino una simple condena moral. La economía española necesita que aumenten las tasas de inversión para detener el desempleo; y la colaboración de la empresa privada a esa tarea es imprescindible. No hay más salida para la crisis que la contención de la inflación; e, indudablemente, las medidas para lograrlo van a deteriorar, también, la capacidad adquisitiva de los trabajadores. Pero no existe otra alternativa posible: una inflación galopante no sólo agravaría nuestro déficit exterior y aumentaría el paro sino que, además, socavaría los cimientos del edificio democrático.

En el acuerdo firmado el pasado martes aparecían ya algunas contrapartidas genéricamente económicas a ese sacrificio que se pide a los trabajadores: la redistribución de la renta mediante la reforma fiscal, el seguro de desempleo y el mejoramiento del equipamiento colectivo de educación, sanidad y vivienda. Pero el documento rubricado ayer incluye importantes contra partidas políticas, en el sentido de asegurar a los ciudadanos un mayor control democrático de la gestión estatal y una más eficaz garantía de esos bienes invisibles que son la libertad y los derechos cívicos. Las reformas anunciadas de la legislación pena¡, el sometimiento al control parlamentario de los medios de comunicación social propiedad del Estado, las modificaciones de la ley de Asociaciones y de la ley de Reunión, la derogación de la llamada ley Antilibelo, la revisión de los criterios para declarar una materia reservada, la reforma de la ley de Orden Público y las líneas apuntadas para la reorganización de las fuerzas del orden constituyen un importante paso hacia adelante en el camino de desmantelar la legislación represiva heredada del franquismo y de crear el marco jurídico adecuado para una vida democrática.

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Este acuerdo político representa la libre elección del Gobierno y de la oposición de izquierdas de hacer de España un país democrático. En esa perspectiva cobra su entera significación la retirada de Alianza Popular como firmante del documento: los neofranquistas no tienen inconveniente alguno en aceptar la necesidad del pacto económico pero se resisten a tolerar la libertad, principio que inspira el acuerdo de ayer.

Sería un triunfalismo estúpido pensar que la crisis está resuelta de antemano y que la democracia ha sido ya conquistada. El pacto de la Moncloa tiene que ser instrumentado a través de leyes; los empresarios y los trabajadores deben moverse dentro de esa «legalidad económica» que los representantes del pueblo español han aprobado en las Cortes.

El irresponsable olvido de los problemas económicos por el señor Suárez durante el año largo que transcurre la formación de su primer Gobierno y los acuerdos de la Moncloa le hubieran descalificado, en cualquier país de democracia consolidada, para seguir al frente de un Gobierno que se define, precisamente, por el extraordinario énfasis que coloca en las medidas económicas. Pero el señor Suárez no se siente culpable de su contribución al deterioro de nuestra economía durante su mandato, y su propio partido parece absolverle de toda responsabilidad. Ni siquiera el PCE duda de las capacidades del señor Suárez para transformar en destreza su anterior incompetencia para la conducción de la política económica. Por su parte, el PSOE continúa acodado en el burladero con la esperanza de que el primer derrote serio de la economía le permita alzarse con la dirección de la lidia. El Gobierno de concentración propugnado por el señor Carrillo ha perdido sus ya escasas posibilidades tras el reforzamiento que supone para el señor Suárez el pacto de la Moncloa. En definitiva, la ampliación del Gobierno con políticos catalanes y vascos parece la única combinatoria posible a corto plazo.

Porque no parece posible, y mucho menos legítima, cualquier alternativa al señor Suárez que no venga del juego de las fuerzas parlamentarias. El «cirujano de hierro» es una de las variantes de esa fórmula; la otra, es el rescate del cementerio de los falsos prestigios creados por el Regimen, jamás contrastados por ningún tipo de elección democrática o de refrendo popular, de algún ex embajador del franquismo o ex ministro del señor Arias, para presentarlo como candidato a un Gobierno de salvación nacional. Si la primera variante produce el temor que siempre suscita la derecha autoritaria, la segunda levanta la profunda irritación de ver cómo los miembros de la vieja clase política del franquismo son capaces de identificarse con cualquier posición política con tal de seguir mandando.

Aquí reside precisamente la fuerza y el capital político del señor Suárez. En la oferta de ex franquistas convertidos en demócratas, la mejor ejecutoria es, con mucha diferencia, la suya. Queda por ver, sin embargo, si su tercer Gobierno -porque la remodelación del Gabinete resulta inevitable- es capaz de sacar al país de la crisis económica y de proseguir con éxito la tarea en la que el señor Suárez ha obtenido hasta ahora sus únicos e indiscutibles éxitos: el desmantelamiento jurídico y político de las instituciones franquistas. Su propio partido es, posiblemente, el más interesado en encontrar los hombres y los equipos que impidan al señor Suárez seguir diciendo: o yo, o el caos.

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