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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Manolo Quejido

Al mirar el catálogo de esta muestra cae uno en la cuenta de que el título hace gala de singular falacia: «Usando sin palabras el verbo ver». ¿Desde cuándo Manolo Quejido pierde interés por la palabra? Siempre fue su obra invitación a la lectura, y lo aquí expuesto no forma excepción. Pero quiere tratarse ahora de una palabra tachada, de un discurso que se complace en ocultarse. La fotografía, con la que el pintor se presenta, nos ofrece un rostro de labios sellados. Tan sólo mana de ellos una cuchilla, gélida, amenazante. Quejido, por supuesto, disimula un pensamiento. Fue su obra, desde mucho, amiga del exceso en lo plural y lo diverso, y él se afanaba en describir la red que ensamblaba cada cosa en una sola arquitectura. Buen ejemplo de este proceder fue su última y descomunal exposición en la desaparecida sala M-11, de Sevilla. De entonces para acá es mucho lo que Quejido ha pintado y muy poco lo que ahora nos enseña. Las nueve cartulinas aquí presentes mal podrían ser ejemplo de las doscientas y pico que las preceden sin la apoyatura de las diapositivas que se proyectan para permitir al que observa hacerse una idea, vaga por supuesto, de dónde se encuentra. No es fácil el camino que conduce a la obra de Manolo Quejido y, aún más, Si se piensa que se trata de un camino que no conduce a parte alguna, a una suerte de tierra de nadie. Un bello fragmento de Fernando Carbonell así lo apuntaba: «Un día me dijo que tenía la intención de abandonar el arte, y discutimos. Cuando me di cuenta que siempre lo estuvo abandonando, que nunca lo abandonaría porque nunca lo hizo, me sentí capaz de discutir con él.» De Quejido se ha dicho que es un pintor sin suerte. Nada más falso. Al contrario, es él quien no quiere, para sí, la suerte de los demás pintores. Toda su acción es un jugar a la contra; contra la historia, moviéndose con desfachatez de estilo en estilo; contra el mercado, negándose a la entonación, al buen acabado, pudiendo más el impulso que el cálculo; contra sí mismo, en fin, por no pagar demasiado caros sus aciertos. Para bien o para mal, reduce a pasión el ejercicio de la pintura, sintiendo que deja cada vez la piel sobre el papel en blanco. Un juego tan poco cauto que tanto lo aleja de lo convenido y lo sumerge en el delirio, guarda, al menos, una cierta rentabilidad, evitando sucumbir a una demencia efectiva merced a un poderoso antídoto: la risa. Frente al vértigo, peligroso ya en demasía, de la grieta del muro, el autorretrato de Manolo opta por mearse donde momentos antes se abismara. El rostro, mirando por encima del hombro, esboza una sonrisa al intuir el violento encuentro que aguarda a los dos espectros que se precipitan hacia la esquina que divide el cuadro: el hombre, falo de caramelo y mano negra, verdadero coloso neomoderno; la mujer, siempre más cercana a la carne. La escena anterior se desarrolla en un lienzo descomunal, pintado durante el verano. Forma, en mi particular apetencia, lo más interesante de sus trabajos sobre tela, junto al de la corrida de toros que, seguramente, tendremos oportunidad de ver en público dentro de esta misma temporada.Las cartulinas dan la batalla en infinitos frentes, multitud de guiños a lo que la pintura ha sido y es. Unas veces, muy cerca de la abstracción, diversos paisajes que conforman la pintura de la Tierra, rescatan, para el color, ecos de su antigua serie de los Trideliriums. Así, el Cañón, Volcánica, Fango, o la expuesta y mayor Invasión I evocan, a menudo, fragmentos del viejo Monet. Otras veces (Rojo, Nada, Trama), la abstracción es radical. Y en el otro plato de la balanza, su fascinación por los objetos, que serán unas veces estrictamente «realistas» (Lupa), otras cercanas al comic de un Caulfield (Mechero) y, las más veces, fuertemente expresionistas. Estos objetos que emergen de un fondo, a menudo informalista, que les es ajeno, se presentan ocasionalmente cargados de violencia. Si ello es casi tautológico, en casos como el de la cuchilla o la jeringa, recurre en otros a una solución de mayor interés. De tal modo, la Glotonata, o pastel herido, el Telefonazo, la Mecagrafa, o, su desconsolada hermana mayor, aquí expuesta, llamada la Tontagrafa, aparecen cargados de vida, verdaderos animales feroces que escapan al orden inerte dejas cosas. Quejido ama los objetos, ciertamente, pero también paga cara su pasión.

Manolo Quejido

Galería Buades. C/ Claudio Coello, 43.

Una de las series más interesantes de su última producción es la de los retratos de personajes vinculados de una u otra forma al pintor. No se encuentran prácticamente representados en la exposición, salvo por la ligera alusión que a tal efecto supone la obra titulada Figura. El retrato fue un género ridículamente desterrado del terreno de lo lícito por una buena parte de la modernidad, hasta que un sector más o menos vinculado al pop, si exceptuamos entre otros casos aislados la prolongación de la tradición surrealista, le devuelve su status ancestral. De ello es caso ejemplar el último Hockney. En nuestro terreno, algunos jóvenes artistas cómo Pérez Villalta, Cobo, en forma más péculiar Molero o el propio Quejido, han establecido un singular comercio con la imagen del otro.

No es ésta una exposición en la que se hagan excesivas concesiones al espectador. La considero incluso una muestra más dura que las precedentes de Manolo Quejido. Pero quien aquí se acerque tendrá oportunidad de enfrentarse, a pulso, a una de las mejores manos de nuestra joven pintura, cuya actitud derrota, por su audacia, a los paladares excesivamente escrupulosos.

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