Picasso, en la Fundación March, exposición antológica
Hablar de Picasso es, inevitablemente, enmudecer lo que sobre la pintura pudiera ser dicho. Ante la figura del malagueño, desde mucho antes de su muerte, la voz siempre muda de la pintura calla aún más; se hace imposible, incluso, nuestro discurso sobre la pintura. Ello no se escucha, no puede ser oído por nadie, aunque se diga, dados los furibundos gritos que el personaje, y cualquiera de sus aventurillas y ocurrencias, provoca. A dar ejemplo de ello viene la exposición que de 31 obras del pintor ofrece en estos días, y hasta el próximo mes de noviembre, al público madrileño, la Fundación Juan March.
El catálogo de mano, aquél que está destinado a todos, presenta copia facsímil de tres poemas -Rafael Alberti, Gerardo Diego y Vicente Aleixandre son sus autores- y ninguna reproducción de las obras expuestas.Los textos incluidos en el catálogo total, que sí contiene reproducción de todos los cuadros expuestos, servirían, sin embargo, para certificar lo mismo. Recojo aquí, únicamente, una cita del desaparecido Juan Antonio Gaya Nuño, recogida en el catálogo, que cumple perfectamente las características que la generalidad adjudicamos al pintor: «En el corazón de España, fenómeno se denomina por la cultísima archisapiencia del vulgo a todo lo sorprendente, maravilloso y excesivo, es decir, a lo que ha sido y es Pablo Picasso; un monstruo que excede de la talla y volumen corrientes de la proporción normal y de los humanos sistemas para albergarse, ya en la teratología manifiesta en las barracas de feria, ya en la acalorada gloria de los toreros con culminación de apoteosis. ¡Es un fenómeno!, se dice, con arrobo, en estas latitudes. Sí, Picasso es un fenómeno, el número uno en la fenomenología del arte cambiante y eterno; por eterno mezclado con otras muchas nociones de suprema eternidad como el esquema y el arabesco, la Venus, el pícaro y el anfitrión. Por ello, la enorme bibliografía picassiana aún queda corta y débil; deber de los contemporáneos es el dedicarle libro por barba, para que nadie se quede sin saber lo que cada uno piensa de ese gitano de los ojos negros, de la nariz apiporrada y del mechón generador del cubismo sobre la frente. Cada uno debe dar una propia versión de la fascinación ejercida por el gran hombre.»
Y si en más de una ocasión se ha mencionado ya la condición de religión moderna que hoy tiene la pintura, el arte, ninguna cita mejor para corroborarla que la anterior, por lo que tiene de traducción de un sentir colectivo, por su empleo de términos oscuros, que pretenden convocar lo mágico, por su petición, permitaseme, sin desprecio alguno, decir que desvergonzada, de una multiplicación afónica de los discursos que nos permitan / impidan conocer los caracteres subjetivos del comulgar en la fascinación del pintor-padre, del encargado, en última instancia, de vivirnos hasta el último punto.
De este carácter religioso, del beaterio contemporáneo para la adoración de una talla de reducida estatura, ya definió las causas, en 1943, uno de los personajes más listos con los que el arte del siglo pueda contar, Marcel Duchamp: « De cuando en cuando, el mundo busca una personalidad en la que confiar ciegamente; una adoración de este orden puede compararse con una vocación religiosa, y sobrepasa lo racional. Hoy, millares de aficionados a las emociones estéticas sobrenaturales se vuelven hacia Picasso ... »
Curiosamente, sin embargo, ninguna confianza tan ciega corno la de sus compatriotas, ninguna confianza tan fiada sólo de la personalidad de Pablo Picasso y del recortado conocimiento por reproducciones de su obra -muy pocos cuadros del pintor han estado ante nuestros ojos con anterioridad a la inauguración del museo que en Barcelona lleva su nombre- como la que aquí hemos vivido. Por ello la importancia de la exposición ahora mostrada en la Fundación Juan March, no en vano para esa gran multitud, para la cual, arte moderno es igual a Pablo Picasso, es ésta la primera ocasión de ver una muestra antológica.
Por otra parte, dado el calibre numérico de la producción del pintor, no cabe duda ninguna de que si bien es imposible conseguir una exposición completa, siquiera una xposición lograda, una muestra sin huecos, es también imposible, no hacer sino un discurso cortado, suspendido sobre menciones parciales.
Al alegato de la necesidad de un estudio amplio y que bucee profundo en su obra no cabesino oponer lo inapropiado de la fecha. Es necesario esperar al hundimiento, a la crisis total de la Figura -lo que no tardará, seguramente, en producirse- para poder mirar los cuadros sin que las sombras del público agolpado impida verlos.
Y ahora lo que interesa es hablar de esta exposición que tenemos ante nosotros.
Porque, ¿qué es una exposición Picasso aquí? No caigamos en el error, mayúsculo, de hablar de la muestra de la Fundación March como si se tratara de otra exposición cualquiera, de otro nombre cualquiera; lo que es, lo que interesa, vuelvo a repetirlo, no es la exposición concreta, sino el ámbito de religión al que nos convoca. Prueba de loque digo sera, sin lugar a, dudas, la atención que desde todos los medios informativos, incluidos los que jamás mencionan una palabra sobre -el tema arte, le será concedida, la multitud de llamadas a acudir a la cita obligada que serán pronunciadas en los próximos meses.
Un ojo en el lugar de la nariz
Y lo que interesa aquí, por ser las páginas de un periódico, es decir cómo Picasso, como religión, como vocación colectiva de lo moderno, se representa en la gente. Creo que quien mejor ha definido el problema ha sido otro pintor, Luis Gordillo, quien conoce perfectamente la obra de Picasso, y que ha dicho que la gente ha entendido muy bien lo que es Picasso, «un ojo en el lugar de la nariz, una oreja en el lugar de la boca y las manos como pies y los pies como manos».
O lo que es lo mismo, con una ausencia total de términos científicos, que, por otra parte, a la gente no le interesan para nada, a lo que se presta atención fundamental es a la peculiar ruptura que Picasso hizo del sistema de representación naturalista, heredero de la mirada renacentista. Curiosamente, se presta atención al punto final, dentro de su andanza personal, de la ruptura que determina todo el arte moderno. Interesa sólo a medias la aventura cubista, en la que pese a todo no pueden reconocerse atrae, sin embargo, esa deriva final aunque anecdótica, en la que el cuerpo, aunque reconocible, está también, mezclado, confundido en sus distintas partes y todas ellas configuran un otro que, nunca mejor dicho, no deja de mirarnos fija mente, obsesivamente.
Esta es la visión parcial que la exposición de la Fundación March viene a cubrir perfectamente el Arlequín de 1923, demuestra a cualquiera que Picasso sabia pintar. Ahí está si no su cara perfecta para demostrarlo -no vayamos a errar de nuevo diciendo que este cuadro es el más parecido a una ilustracción de revista moderna aun cuando lo sepamos, quede claro que todavía no conocemos la pintura, nos sorprendemos, por tanto, ante cosas distintas, no estamos hablando en términos de enterado-; los dos retratos de mujer de 1930 son, ¿qué duda cabe?, dos locuras que le deben ser permitidas al pintor, fundamentalmente porque ahí están, también, los cuadros de la época azul y los inmediatamente anteriores, los primeros de la exposición, para demostrar lo bien que lo hacía cuando le venía en gana; finalmente, La arlesiana, de 1937; Niño sentado en una silla, de 1939; Mujer en un sillón, de 1941; La mujer de la alcachofa, de 1942, e incluso El gallo, de 1943, que para lo que estamos hablando no hay distingos de pintura y, aunque el cuadro parezca, al enterado de antes, el peor de la exposición, entra también dentro del cupo de los mencionados.
Hasta ahí, Picasso.
Pudiera parecer, con lo anterior, que estamos convencidos de que la gente, definida en los vagos términos que lo he hecho, está poco avisada y no sabe realmente ver lo que esta pintura, al parecer, ofrece.
Nada más lejos de la realidad; lo que pretendo decir es que negada la pintura en lo que de específico tiene, imposibilitado nuestro discurso sobre ella, tan bueno o tan malo, pero indistintos, me parecen, el beaterio científico al que se obliga el enterado, y esa mirada peculiar que identifica Picasso con lo moderno y, por tanto, con lo confuso, con lo mezclado y difícilmente reconocible.
De que no es despectivo en forma alguna, da razón a una frase de Ernst Fischer, que como, estudioso, del arte sirve para el enterado y por el lugar en que la escribe, sus me.morías, y porque hace referencia a la aventura erótica más placentera vivida por Fischer sirve para todos los demás: « Lo que entonces sentí, lo encontré mucho más tarde en los dibujos eróticos de Picasso: esa concentración del cuerpo en el sexo; ese amontonamiento de pechos, hombros, caderas; esos labios abriéndose blandamente; la mirada síquicamente rota en el espejo, intacto: pero sin los horrores del monstruo de cien pechos, del triturador de huesos, aunque sin rostro ... »
Babelia
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