La importancia de la tradición optimista
Si hubiese que definir en una sola frase el mérito específico del pensamiento de Ernst Bloch, seríajusto hacerlo así: Bloch es el primer pensador marxista que ha concedido su plena importancia a la tradición optimista de la que el marxismo forma parte y ha pretendido reconstruir fenomenológicamente el devenir de esa tradición y sus implicaciones sicológicas, artísticas, políticas y teológicas. Por «tradición optimista» hay que entender aquí la amplia cofradía de «el hoy es malo, pero el mañana es nuestro», de quienes amontonan las escorias presentes para trepar sobre ellas y alcanzar lo que pende más allá, los que soportan más o menos lluminadamente su actual desahucio confortados por la contemplación del plano de la parcelita y el chalet que tienen en la urbanización por venir. Ese optimismo, en religión, se expresa como fe en la trascendencia y, en lo secular, se expresa como confianza en el progreso: en todo caso, responde a la vívida emoción de que el tiempo nos va a ser cada vez más propicio, de que lo peor ha pasado ya y de que ahora vamos a entrar por fin en la única era realmente favorable, el futuro. Este sentimiento puede ser tosco o poco matizado, pero es sin duda extraordinariamente enérgico. Lo que el marxismo aporta a esta tradición optimista, haciéndola de este modo dar un auténtico salto cualitativo de lo ilusorio a lo real, es el instrumental científico para la realización efectiva de la posibilidad más halagüeña: gradualmente posibilitado por el avance de una tecnología cada vez más capaz de poner lo necesario a nuestro servicio y potenciar la libertad ociosa de la especie humana, el paraíso se acerca de la mano del materialismo dialéctico, cuya dotación teórica permite comprender y transformar las relaciones de producción, el ámbito económico del expolio y mutilación del hombre por el hombre.Optimismo marxista
Como profetizó Marx, los hombres han soñado durante largo tiempo con algo de lo que bastará que obtengan conciencia para lograrlo. El anhelo transcurre así del sueño a la conciencia, del balbuceo a la anticipación exacta, de la promesa de justicia remitida al nebuloso tribunal de un impalpable Juez divino a la edificación progresiva de la justicia por el esfuerzo de la clase trabajadora, bajo la guía teórica del marxismo. Este optimismo, del que el marxismo es último legatario y también realizador, está íntimamente inscrito en todas las formas válidas de la cultura humana y en lo más hondo del corazón mismo de cada hombre. Para Bloch, «la aspiración es el único estado sincero del hombre». La característica más propia y peculiar de lo racional es la «conciencia anticipante» la conciencia que no se limita a reflejar o levantar acta de lo que hay, sino que busca en lo dado los rasgos de lo por venir y ve como lo más real de la imperfección presente los elementos de posibilidad de la perfección futura. La sabiduría humana se ve motivada por una docta spes, por todos los descubrimientos que la conciencia anticipante y su ilustración previsora aportan a la aspiración de una perfección reconciliada. Bloch es defensor de un optimismo militante, racional, lúcido, que encuentra en la función utópica, que es la hija más ilustrada y vigorosa de la conciencia anticipante, la auténtica clave de interpretación de la cultura y la sícología. Todas las creaciones anhelosas de la imaginación humana, la poesía, la religión o los ideales políticos, toda la cultura está centrada en el horizonte concretamente utópico y en sus promesas. «La riqueza y la exuberancia de la imaginación, dice Bloch, si esta imaginación es concreta y lúcida, así como su correlato en el mundo, no pueden ser ni exploradas ni inventariadas de otro modo que por la función utópica; de igual modo que no pueden ser realizadas más que por el materialismci dialéctico.» Desde la función utópica, Bloch rechaza toda una concepción crepuscular de la sabiduría: la ciencia no es lo que viene después, a dar cuenta de lo pasado, sino antes, a abrir camino al futuro; no es la recensión de lo sucedido sino la anticipación de lo que ha de venir y la iluminación de los caminos que llevan a ello. El propósito más radical de Bloch, como bien vio Martin Walser, es convertir la filosofía y el saber en general en lo contrario de lo que fue para Hegel: no el ave de Minerva, esa lechuza que sólo despliega las alas a la caída de la tarde, cuando el día toca a su fin, sino el gallo cuyo canto esperanzado y triunfal saluda la primera luz de la tímida aurora.
La utopía como angustia
Por supuesto, Bloch no es en modo alguno acrítico respecto a las manifestaciones en que se concreta la función utópica, es pecialmente en dos de sus formas más prototípicas: las utopías propiamente dichas, como género sociológico-literario, y la fe beata e inconmovible en el progreso Respecto a las utopías, es fácil advertir su carácter abstracto, construidas con un racionalismo detallista y maniático, con la siempre presente obsesión simétrica de llenar todos los huecos, de no dejar residuos oscuros o no legislactos. Nunca son el sueño de muchos, sino siempre demasiado patentemente el de uno solo: por eso, aunque en un principio interesen, pronto llegan a hacerse agobiantes y fastidiosas. Es el género empachoso por excelencia, el de intelectualismo más pa tente, sobre todo cuando se em peñan en hacer hincapié en sen timientos y pasiones. Nada da menos sensación de libertad que leer una utopía, aunque todas suelen reclamarse de la más ar diente libertad: esta condición clausurada y asfixiante del género ha sido provechosamente explotada por numerosos autores de ciencia-ficción, quienes para lo grar efectos realmente terroríficos no han tenido más que acentuar un tanto la desazón que cualquier mundo fabricado y perfecto pro duce a la imaginación. De Tomás Moro a Orwell o Huxley no hay más que el estrecho filo que se para el aburrimiento de la angustia. En ciertos casos, como en esa sombría pesadilla rígidamente inquisitorial que Campanella llamó paradójicamente «La Ciudad del Sol», el espanto surge casi sin velos desde el interior del propio alucinado hastío. Y ¿hay algo más terrible que el momento en que leemos en «Las Leyes», el último diálogo platónico, que la descripción del Estado perfecto que Platón sueña incluye la deci sión de ejecutar a quien se opon ga con sus dudas a los dogmas establecidos, y así Sócrates se ve condenado por segunda vez y precisamente por su discípulo amado? Ernst Bloch recoge mu chas de estas objeciones, pero las considera como fallos parciales, debidos a la falta de preparación teórica o a la sicología misma de los utopistas (en cierta ocasión señala que la mayoría de ellos son paranoicos), en una palabra: que el proyecto utópico mismo es legítimo y estimable, aunque sus concretas realizaciones adolez can de excesos o defectos debidos fundamentalmente a la limitación histórica de sus autores. Sin embargo, el problema exigia mayor radicalidad en su trata miento, porque lo auténticamen te grave es que las utopías se muestran extrañamente incapaces de ser sede de aparición de la Novum, por utilizar la terminología de Bloch. Simple reordenamiento de lo dado, hipóstasis combinadas de aspectos positivos o negativos de lo que conocemos, las utopías son líneas de puntos que prolongan los perfiles de la sociedad vigente, pero no su radical innovación, el verdadero salto a lo distinto que con tanta fuerza describe Bloch en su categoría de Novum. Suele reprocharse a las utopías el carácter desenfrenado e irreal de sus elucubraciones, pero reproche más justo sería el de excesivo conformismo con lo que nos rodea, su idea excesivamente cauta de nuestras posibilidades. ¿Debe decirse de ellas que tienen aciertos parciales, vislumbres relativos que la pretensión totalizadora echa a perder? Pero precisamente debería ser esa aspiración totalizadora lo que justificase el vigor del empeño utópico; en cambio, los aciertos parciales prueban justamente la colusión de la utopía con el sistema vigente, su desvío de lo radicalmente Novum. Precisamente por este flanco las atacó el anti-utopista Georges Sorel, cuando dice: «La utopía siempre ha causado el efecto de orientar a las mentes hacia reformas que podrán ser llevadas a cabo fragmentando el sistema; (...) es una construcción desmontable de la cual determinados trozos han sido labrados de manera que pudieran encajar (con algunas correcciones de ajuste) en la próxima legislación.» Evidentemente, al menos los utopistas pensaron en la vida cotidiana, en las relaciones pasionales y en la complejidad infinita de modificaciones de todo tipo que podría aportar un cambio social a la persona: aunque su realización sea pobre y decepcionante, esto bastaría para defender el ánimo utópico contra los economicismos estrechos y los paraísos productivistas, horror de toda imaginación y de la más mínima atención al hecho de que la gente quiere hacer la revolución para vivir y no vivir para la revolución. Aquí es fuerte la posición de Bloch, frente al socialismo desesperadamente chato y filisteo en que se mueve. Pero esto no quita que los utopistas no hayan sabido o podido darnos más que tristes delirios privados, onanismo social, hipérboles circenses de nuestros rasgos y nuestras actividades, cuya sátira más aguda, de una genial ironía quizá involuntaria, hiciera Sade en su «Historia de Sainville y Leonora», donde yuxtapone sin vacilar la antíutopía del reino caníbal de Butua y el idílico jardín de las delicias de Zamé, ambos terribles, ambos deseables, ambos justificables por la razón y, en último término, imágenes ligeramente deformadas ambos del Estado en que vivimos y de las pesadillas que su coacción produce en uno cualquiera de sus prisioneros.
Babelia
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