Xavier Valls
«En una forma de arte verdaderamente bella, el contenido no cuenta para nada, todo está en la forma. Sólo gracias a la forma se opera sobre el hombre en tanto que totalidad; a través del contenido sólo se opera sobre las fuerzas que le son externas. El verdadero secreto del gran artista consiste precisamente en esto: la naturaleza desaparece tras la forma. » (Schiller: Cartas sobre la educación estética del hombre.) A quienes conozcan ya la obra de Xavier Valls quizá les extrañe la anterior cita como encabezamiento y, en cierto sentido, caracterización global de su quehacer pictórico. Suelen detenerse los comentadores con preferencia, en efecto, en el sortilegio de las atmósferas creadas por Xavier Valls, en la levedad casi irreal de sus bodegones, interiores, figuras o paisajes, en el contenido lirismo de su paleta, en el refinado intimismo de su tan personal universo.
Pero con ser todo ello perfecta mente acertado, por dicho queda, pareciéndome que no sólo acabaría siendo banal repetirlo una vez más, sino que se corre peligro de contagiar al mismo tiempo a la propia obra. Opino, además, que a ese nivel se discurre más por vía de consecuencia que de en entraña y esencia. Los efectos son producto de algo que les antecede y los funda, núcleo decisivo y vivificador de escurridizas, evanescentes apariencias. No hay que olvidar que a lo largo de la prolífica historia de la crítica artística, en la que han sido manejados los más diversos criterios estéticos, un concepto ha subsistido con rara constancia, aunque en épocas más implícita que explícitamente, definidor de la sustancia profunda del arte: el de la capacidad de producción, creación de formas nuevas, de un enriquecimiento del mundo circundante por la aparición de algo que antes no había sido jamás visto; La génesis alza así su superioridad frente a la mímesis, aunque, naturalmente, deberá ir acompañada, como veremos más adelante, de dos exigencias complementarias ineludibles. Ahora bien, la primera nota distintiva de la pintura de Xavier Valls es, precisamente, la de entrar de lleno en el campo de ese modo prefigurado.Intentar razonar dicha pertenencia, para lo que emplearé diferentes esquemas analíticos, así como aclarar, en tanto que correlato lógico, los valores que subtienden la poética de la obra de Xavier Valls, constituirá la finalidad de las presentes líneas.
Empieza aquí a aparecer la intención de la cita inicial. Aceptarla implica la posibilidad, entre otras cosas y por ello me ha interesado, de poner entre paréntesis el tema de detenerse en la forma o estructura que aquél ha revestido. Lo que, a su vez, permite establecer, con la necesaria pertinencia, las diferenciaciones respecto a otras obras artísticas a primera vista concomitantes. Porque, bodegones, finalmente tema preferido de Valls, los ha habido tantos como se quiera en la historia del arte. No se me oculta que cuando se cita a Sánchez Cotán o_Zurbarán a propósito de las telas del pintor catalán, debe éste sentirse halagado. Nada más natural. Pero pasado el primer momento, sabe él muy bien, y nosotros debemos saber, que poco significan esas palabras en cuanto a su creación como tal. Apurar en detalle las presentes consideraciones requeriría muchas páginas. Permítaseme pues, que esquematice la idea: Zurbarán no hubiera podido pintar nunca un bodegón como Valls; Valls sí podría pintar bodegones como Zurbarán, aunque en dicho caso poco nos interesaría ocuparnos de él. Volviendo a Schiller, el contenido (tema: bodegón) no cuenta para nada. Cuando se atiene uno al contenido para dirimir la siempre viva querella entre antiguos y modernos, o no se ha comprendido nada o se está en el limbo (que quizá sea lo mismo).
Las comparaciones
El asunto puede ofrecer aspectos más delicados cuando, a propósito de la pintura de Valls, se habla de Seurat, de Morandi o de Luis Fernández. Siempre, a mi parecer, erróneamente. Me ceñiré, por brevedad, a las patencias sin más. Respecto a Seurat: Valls no es un puntillista (divisionista o neoimpresionista), pues sus breves pinceladas no yuxtaponen tonos complementarios, obedeciendo a los principios de Chevreul, sino que trabaja por planos desgradados y modulaciones entre los mismos; lo único que lo acerca a Seurat es la pureza, la serenidad compositiva y el carácter primordial de la luz, elementos dotados en Valls de una evidente disparidad significativa o de lectura por la factura empleada. Respecto a Morandi: también aquí divergen de tal modo los procedimientos materializantes, que la expresión ha de verse forzosamente distinguida; la sencillez, la humildad diríamos, de los objetos que uno y otro artista plasman no nos autorizan, ni mucho menos, a establecer órdenes de dependencia; la dureza latente en Morandi poco tiene que ver con las refinadas altiveces de Valis; cuestión una vez más de forma (entendida en su mejor sentido de estructura radical, o sea de vivencia imaginativa sometida a las categorías universales de la razón). Respecto a Luis Fernández: lo que en éste es pasta de traslúcida carnosidad, se hace en Valls ligereza inmaterial; metafísica soledad del ente en aquél, humanas ensoñaciones en éste, sí ha aprendido Valls de Luis Fernández, como él mismo confiesa, la fidelidad a una convicción, incluso, si es necesario, en el más feroz aislamiento.
He aquí la obra de Xavier Valls situada, al mismo tiempo, en relaciones de parentesco y en su intangible singularidad. falta ahora definirla positivamente, en su propio espíritu, en lo que hará de ella, estoy seguro, obra perenne, es decir, patrimonio del «corpus» histórico del arte.
Ya Platón había denigrado la pintura en su aspecto de imitación. Y lo que es más grave, imitación de una imitación (el objeto sensible no es más que reflejo de la idea). Pero Platón no supo ver la otra posibilidad de la creación plástica, sí intuida, en cambio, por Aristóteles, para quien el arte verdadero está siempre por encima o por debajo de la naturaleza, de ahí su poder de catarsis. Lo que significa, en resumidas cuentas, que el arte se alcanza a través de la transposición, de la desnaturalización o, si se prefiere, de la reinterpretación personal. Lo mismo que diría más tarde Schiller: la naturaleza desaparece tras la forma. No otra cosa es lo que hace Valls, que adopta esta norma con una intransigencia de la que sólo es capaz el auténtico artista. Sin el más mínimo desfallecimiento, el menor apunte de naturalismo, de anecdotismo o de convencionalismo es eliminado de raíz. Reino de la abstracción, reducción de la multiplicidad y accidentalidad de la naturaleza a la severidad y despojamiento de los componentes originarios. A nadie se le ocurrirá pensar, ante un lienzo de Valls, en la realidad que le pudo dar origen. Sólo sugerencia pictórica, materia de trascendencia hacia un más allá, hacia la idea en sí. Ni siquiera el color, pese a la primera impresión, tiene nada de color local. Y ahí si que Valls es platónico. Nada de imitación de una imitación, sino salto directo a la entrevista etereidad de la esencia.
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