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Antecedentes definidos de nuestro teatro social

La redención por Joaquín Dicenta de la vivencia española del problema del honor no se limitó a Juan José. Dando un paso más - interesante paso para la comprensión de nuestros antecedentes en materia de teatro social- Dicenta entroniza acerbamente, en El señor feudal, un estado de conciencia que lleva al esquema de Lope -moza rústica seducida por el señorito y vengada por su hermano- un remoto interés electoral. El señor feudal tiene, por tanto, una clara intención primera: levantar un sangriento reducto entre la burguesía exploladora y las conmovidas ánimas progresistas -corno Jaime, el vengador- que no sólo persiguen ya la venganza directa, sino que abarcan, en su acción, la compleja fisonomía de la injusta situación en que se encuentran. En suma: un teatro habitual que se apasiona con los niveles emotivos del sufrimiento personal y, a su lado, un teatro insólito que trae a la escena expresiones de tan rara índole como redención, trabajo, explotación, masa, obrero y crueldad.La realidad, pues, se ofrece en este teatro en perspectivas de plano colectivo. El paisaje social que inaugura Dicenta ordena sus proporciones y equilibra sus distancias de acuerdo con una retina política. El compromiso distribuye los colores y los sentimientos se complican con las valoraciones mitinescas. Daniel, drama de una huelga minera, ya no es un torrente personal contenido por las riberas del escenario, sino una explosión de confianza en el anónimo porvenir de los hombres. «Cada gota de sangre que en estas peleas se pierde es un paso hacia el porvenir», proclama Cesárea, la agitadora. El espectador percibe, antes y más lejos de la orden de disparar que provoca la trágica muerte de los dos hermanos -el agitador y el sargento-, el tema de la conversión de Daniel y la venganza que en su penetrante clarín modula el justiciero social.

Un año después que Juan José Madrid conoció, en versión de Echegaray, otro texto que reforzaba las ricas y complejas posibilidades del recién nacido drama social: Terra baixa, de Angel Guimerá (1849-1924), que el finísimo Ricard Salvat acaba de reponer en Barcelona. Sobre la tradicional temática del honor y la caracterizada desigualdad social Guimerá proyectó un análisis noble, sano y hondo de la vida natural. Manelich mata al déspota como a un lobo. Su amor está escrutado entre los rumores de la montaña catalana, inclinando el oído puramente sobre la mujer humillada, con sinceridad, desde. una avanzada que ventea el peligro y el engaño, la nobleza y la gloria. Con Tierra baja y María Rosa, un tierno drama sicológico, el rostro autorizado del teatro tradicional, encajó la realidad del drama social. Es cierto que acudieron en socorro de la despolitización grandes fuerzas adictas al teatro sin compromiso. La alta comedia y el melodrarna adquirieron, en ese sentido, una curiosa perfección. Pero todo un ejército de dramaturgos sociales comenzó a arrojar venablos contra la sala al amparo de aquellas dos puntas de lanza que fueron Juan José y Terra baixa.

Hasta la guerra civil española, el teatro social tiñe de una fácil propaganda política la sensibilidad dramática y, en bastantes coyunturas, melodrarnática de los espectadores. El teatro no social se impregna de ilusiones modernizantes. El teatro contrarrevolucionario exhibe unas convicciones pusilánimes enmascaradas por los acicates de la caricatura limitada del contrario. Salvo algunos nombres, muy pocos, el teatro social queda prisionero de la mística clasista y de sus trágicas emociones. De modo que a la proclamación de unas convicciones ideológicas revolucionarias comienza a corresponder una galvanización concreta y limitada de sus posibilidades teatrales. Esta limitación del horizonte ético, político y social se hace muy visible en la contracción de los títulos a un orbe que reduce drásticamente a inactividad los mecanismos de respuesta tradicionales en el espectador medici. Por ejemplo: Liberto expósito o el delito de pensar, de Pío del Val; ¡Pobres obreros!, de Arturo Marín; Apóstoles, de Alberto Ballesteros y ¡Máquinas!, de Alvaro de Oriols.

El drama «social» y los escritores

Esta pobreza emocional tiene sus excepciones. El teclado de los dramaturgos sociales, analizado por Pavón, contiene cierto desarrollo de los niveles artísticos perseguidos por un grupo de escritores que, fieles a sus capacidades, intentaron una y otra vez superar la pobre modulación del rabel social sacado de quicio por sus innumerables, voluntariosos, incapaces tañedores. Estos hombres fueron, entre otros, José López Pinillos -Parmeno-, José Fola Igurbide, Federico Oliver, Marcelino Domingo, Francisco de Viu, Alfonso Vidal y Planas, Luis Araquistain y Julián Gorkin.

Desiguales, naturalmente, estos autores dieron la impresión de que algo acontecía. Su teatro es menor porque, al quererlo todo, fueron incapaces de renunciar a nada y crearon obras confusas y fragmentarias. Palparon realidades y rellenaron con palabras la inmensidad del hueco no percibido. Parmeno fue un machista sincero. Un rústico truculento. Un turbio, exagerado creador de instrumentos de martirio que metió en su drama La tierra más rabia que talento y más violencia que reflexión. Incorporó, curiosamente, a ese drama un persoaneje flamante: el cura mediador que, en nombre del Evangelio, comparte el punto de vista de Rafael y sus compañeros huelguistas. Fola Igurbide, anarquista, escribió un texto de pretensión universal -la acción sucede en Moscú- bastante bien armado, que tituló El Cristo moderno -historia de un místico defensor de la humanidad que se deja fusilar por la policía de su padre, en sustitución de un compañero- y subtituló drama moral y filosófico. Fola era un buen escritor y su prosa es como una máscara que esconde la gesticulación de una personalidad de difícil identificación doctrinal. Por entre sus títulos -Sol de la humanidad, La libertad caída, La Muerte del tiempo, Los dioses de la mentira, El pan depiedra, El cacique o la justicia del pueblo, La sociedad ideal, La máquina humana- aparecen dos obras que indican el reconocimiento admirativo de Fola: Joaquín Costa o el espiritufierte y Emilio Zola o el poder del genio.

Según cierto sesgo reformista que, en ocasiones, primó sobre la propuesta revolucionaria del teatro social, no se pueden olvidar dos títulos de Federico Oliver: Los semidioses y El pueblo dormido. Los semidioses quiebran la línea costumbrista de Oliver -La neña, La juerga, Los cómicos de la legua, Atocha- y lo insertan en el linaje de los reformadores sociales. La tendencia a sustraer la pólítica a la contemplación pura, tendencia nacida en la lontananza. del teatro, hace a Oliver transferir los males nacionales al ámbito de nuestro carácter. «Yo digo que los toros tienen la culpa del atraso de este país; que aqui no se vive, ni se trabaja, ni se piensa, ni se sueña más que con el tendido.» Esta transferencia es puramente teatral. Oliver ve, como un telón de fondo doliente, los temas de la incuria, la envidia, la desnacionalización y la pereza. Su teatro es triste, pero no es cruel.

Triste era Marcelino Domingo. Su sensibilidad y su inteligencia se mueven angustiosamente por los diálogos de Vidas recias, El pan de cada día, Encadenadas, Juan sin tierra o Los príncipes caídos. Su código artísticoy moral es el de un reformista cristalizado y blando. La tensión de Vidas rectas es la tensión personal del Redentor crucificado que se considera la voz de la historia. Domingo hace sus denuncias y se aleja con un gemido lastimero. Sus héroes no van más allá de lo necesario para mantener en pie su dolorida insatisfacción. Francisco de Viu -Así en la tierra...fue un habilidoso abordante del tema del campo andaluz -tema percutante en este teatro- que evidenció, muy ingeniosamente, la negra marcación del problema social del Sur y la situó como un nervio agresivo sobre la tradicional fantasmagoría de una historieta amorosa.

El éxito y la calidad

Con otras normas obtuvo un éxito arrebatador un bohemio melodramático y suburbial, Alfonso Vidal y Planas, que encerró el problema de la prostitución, como secuela de la injusticia social, en las cuatro palabras de un título cartelero: Santa Isabel de Ceres. Comedia folletinesca y muy hábil, Santa Isabel de Ceres depuró cierta aparente exquisitez en un mundo grosero, organizó el tiltraje de los gérmenes nobles de la muj er desgraciada y acusó, con insistencia y petulancia, el choque entre el mundo burgués y el artístico. Santa Isabel de Ceres, sin embargo, parecía preferir un buen porvenir sentimental a un buen porvenir social o político.

Cierta concentración y dignidad literaria llegó al drama social con dos escritores politizados, de garra y talento: Luis Araquistain y Julián Gorkin. Araquistain se atrevió con una tragedia -El rodeo- de cánones un poco discursivos, pero de indudable selección literaria. Gorkin -Lobosy ovejas, Claudío, Una familía, Solidaridad, La corriente, Fantasmas de la historia y El otro mundo- es ya, netamente, un autor político, próximo a la línea épica y compronietida. Indiferente a las formas -Fantasmas de la hisloria es, a la vez, un drama fantástico y un texto realista Gorkin entiende que, por debajo dé los ejemplares típicos del dramaturgo político -de Esquilo o de Brecht, de Calderón o de Sartre, de Corneille o de Camusexiste un modelo único de hombres que selecciona para su trabajo las realidades colectivas y colabora, activamente, al nacimiento, por vía teatral, de un juicio de perfección. Gorkin es el hipotético eslabón que enlaza el teatro social antiguo con el moderno. Digo hipotético, porque su influencia es nula y su lectura rara y difícil. Pero creo que representa una fisonomía concreta en la evolución de nuestro teatro social.

Facción por facción este teatro, así resumido, parece íntegramente desmontado. Hoy es lógico vacilar entre la estimación de lo que debió ser entonces y lo que representa hoy. Pero, en todo caso, no se va a entender la toma de conciencia social de nuestro teatro rigurosamente contemporáneo sin un mínimo recuerdo de los sucesivos estadios de una actividad que, desde luego, no acaba de nacer.

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