Excursión sin retorno
Coincidiendo con la crisis de las cinematografías tradicionales otras nuevas, minoritarias o mal conocidas hasta ahora, han ido ocupando un lugar en los certámenes habituales. Tal sucede con los filmes australiano premiados últimamente en San Sebastián o Taormina, y de los que es buena muestra éste, no sólo en su aspecto artístico sino en su éxito comercial en los países de habla inglesa fundamentalmente.Aun sin llegar a la altura de Cady, recuerda como él ciertos filmes británicos de hace años, en su factura excelente, sus actores eficaces e incluso en cierto aire puritano. Basado en un hecho real sobre el que Joan Lindsay escribió su novela, nos narra la aventura de tres alumnas y una profesora de un colegio femenino en el día de San Valentín de 1900. Partidas a explorar la montaña que da título al relato, sólo una de ellas volvió, y no supo o no pudo recordar nada que aclarara la desaparición de sus compañeras. Así la montaña objeto de su curiosidad pasó a ser, y lo es aún, panteón misterioso de sus cuerpos y sus sueños.
Picnic at Manging Rock
Dirección, Peter Weir. Guión, Cliff Green. Basado en la novela de Joan Lindsay. Fotografía, Rusell Boyd. Música, Beethoven y Bruce Meaton. Intérpretes: Rachel Roberts, Dominic Guard, Helen Morse, Jacki Weaver. Australia. Dramática. Color. Local de estreno: Pompeya.
Realizada hace cinco años por el joven Peter Weir, autor de uno de los tres episodios de Three to go y de un largometraje titulado The cars that hate Paris, este filme se divide netamente en dos partes que separa la desaparición de las muchachas. En la primera, el drama se plantea con secuencias excelentes que nos describen el colegio o los preparativos en los que van implícitos los caracteres de los personajes, incluso la pasión de las alumnas, centrada sobre todo en esa Miranda sensual y enigmática en torno a la cual gira no sólo el amor de su amiga predilecta, sino, se diría, el colegio todo.
La segunda parte parece, en cambio, como añadida, como si, de pronto, la historia se acabara. Incluso el amor del muchacho protagonista y rico y su amistad con el mozo de cuadras tiene poca entidad, mantiene poco el interés, a pesar de las constantes alusiones sociales. Quizá el mayor acierto del guión resida en el hecho de que al final no se nos ofrezca una concreta solución al enigma que plantea, dejando que cada cual lo interprete a su manera. Queda así como recuerdo para el espectador, un fresco animado de la sociedad victoriana de provincias cuya cultura inglesa se adapta mal a un lejano y pequeño continente, incapaz de borrar hábitos y prejuicios de clase, de igual modo que el paisaje de Hanging Rock, seco y desértico, se aviene mal con los picnics importados de Inglaterra. Una música, original y sugestiva, a la vez, añade encanto y misterio a esta historia inquietante de principios de siglo, en la que una especial mitología de sol, calor, insectos y púdicas carnes aparece sabiamente jugada a fin de acentuar el misterio inicial de la desaparición que adivinamos.
Muy bien ambientado, fotografiado y dirigido, el relato comienza en irónica historia de costumbres para acabar convirtiéndose en intriga donde nada falta: amor, sospechas y búsquedas inútiles. Tan sólo el criminal y los cadáveres. En él sobran, en cambio, una serie de acciones secundarias que añaden poco, que apenas explican nada y que impiden, en cambio, que, en su aparente sencillez, resulte la película conseguida y completa.
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