Claves de Azaña
Don Manuel tenía 41 años cuando publicó por primera vez El jardín de los frailes en los cuadernos de La Pluma. Casi seis más tarde, en diciembre de 1926, la obra apareció en libro. El grueso de la edición se quedó invendido en los estantes de las librerías. La curiosidad intelectual no era el signo distintivo de los españoles de la época con medios económicos para poder leer. En esto hemos progresado, pese a los cuarenta años de mordaza. Ahora vendrá un gran impulso. Ya se ha iniciado.Hace unas semanas ha aparecido una nueva edición de esta historia de la dolorosa transformación de un muchacho perteneciente a la pequeña burguesía, tirando a media, de la España de finales de siglo. ¿Novela? En El jardín de los frailes Azaña muestra una constante inclinación a traducir los sentimientos y las sensaciones en ideas, a desdeñar lo concreto por lo general. Apenas cuenta hechos; expone el curso de su pensamiento. De esto, simplificándolo, podría deducirse que no se trata de una novela, sino de memorias. Pero ¿es que las memorias, reales o fabuladas, no son siempre sabia nutricia de la novela? ¿Y por qué unas y otras no pueden imbricarse, entreverarse? Hoy lo hacemos frecuentemente. El Jardín de los frailes es, a lo que yo recuerdo, el primer ensayo de ello intentado en España.
El jardín de los frailes
Manuel Azaña. AIbia Literaria, Bilbao
Memorias-novela de adolescencia. ¡Y cómo nos describe don Manuel esa edad secreta, dolorida, erizada! Espléndidas memorias de adolescencia, aunque don Manuel nos diga a los cuarenta años, en el prólogo de la primera edición, que no se reconoce en ellas. Nosotros sí le reconocemos. Ahora sí. Es apasionante releer hoy, al cabo de los años, cuando la historia ha pasado, El jardín de los frailes. ¡Cuántas y cuán luminosas claves de la personalidad de Azaña nos proporciona!
En aquellos años de muchacho, él se proyecta, él se imagina... La juventud vive en tiempo futuro, mientras que la vejez vive en tiempo pasado. Esa es la diferencia, la tremenda diferencia que hay entre El jardín de los frailes y La velada de Benicarló. Son dos libros distintos y el mismo hombre. Que ha experimentado mutaciones, pero que conserva, a través del tiempo, constantes perfectamente visibles.
En su castellano severo, un tanto envarado, pero indudablemente bello, Azaña nos confiesa -el libro es una larga y altiva confesión- su indolencia ante las cosas de este mundo, su despego, su desdén, su aspereza ante los sentimientos, su repugnancia por la hipocresía y por la medianía, su negativa a aceptar el porvenir acomodaticio destinado a los jóvenes de su clase: «el matrimonio de ventaja, el mandato en las Cortes, un ministerio...» «Uno mismo es toda la verdad», exclama en un acceso de egolatría.
La soberbia de Azaña ha sido proverbial. Yo, que no sólo presencié su actuación pública, sino que en las conversaciones que con él mantuve sobre temas teatrales y literarios vi aparecer ante mí algunos de los entresijos del escritor y del hombre, llegué, con el tiempo a la convicción de que la suya era una soberbia entrecosida de complejos. Que apuntó, tal vez, en las primeras reacciones mociles contra el puesto de segundón que su clase le ofrecía. Creo que era una soberbia hecha de temores a que sus afectos se vieran defraudados por los demás, a que la pasión extraviara su juicio riguroso sobre hombres y cosas. El rigor es otra insistencia suya a lo largo de estas paginas.
El muchacho que oímos pensar en ellas, tiene ante la vida y la sociedad una actitud más intelectual que vital. El lector no dejará de preguntarse: ¿Cómo un hombre así llegó a ser un catalizador de multitudes, a gobernar un país en ebullición, a presidir una República en lucha a muerte con sus enemigos? La biografía de Azaña nos recuerda que la complejidad del hombre es infinita, que la verdad no sólo está en él mismo, sino en él y en los demás, en su individualidad y en su entorno.
En El jardín de los frailes Azaña nos describe su delirio religioso hasta el día en que se niega a confesarse y le echan del colegio. Nos habla de sus sentimientos patrióticos, adscritos primero a la ortodoxia españolista xenófoba, a la España mítica. Hasta que la reflexión y la vida le muestran la oquedad de tales concepciones y le ponen, como él dice, «del lado de los patanes», en busca de una España resucitada y vigente.
El Jardin de los frailes es, en cierto sentido, un espejo en un camino que va de la fe a la incredulidad y de un desván de ideas caducas al descubrimiento de otras más racionales. Así quedó don Manuel «dispuesto para la gran cabalgada». Que fue, como sabemos, espectacular y trágica.
Vivió, murió. Algunos creyeron que definitivamente. Pero él había escrito en El jardín de los frailes: «nosotros viviremos cuando el español futuro nos consienta vivir.»
Es lo que está empezando a suceder.
Babelia
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