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San Isidro 77: segunda corrida de feria

La brillante madurez de Andrés Vázquez

Andrés Vázquez, de nuevo en el ruedo de Las Ventas, el de sus grandes triunfos, recibido con una ovación clamorosa. Ha vuelto co- mo maestro en su oficio. Allá, en una andanada de sol, los alumnos de la escuela nacional taurina hacían notar su presencia con una gran pancarta. Suponemos que estarían pendientes -de todo lo que sucedía en la arena, porque cuando hizo el torero de Villalpando, in- cluso su propia colocación durante la lidia, era una lección magistral.Desbordado en inspiración, Andrés recibía a los toros de salida,

los lanceaba con mando y con arte.

Hubo verónicas perfectas, pero es lo importante que las hubo de to-

dos los estilos: unas, cargada la suerte otras a pies juntos; algunas,

Plaza de Las Ventas

Segunda de feria. Toros de El Campillo, tres terciados, pobres de cabeza, primero y terceros flojos, el segundo derribó, todos ellos nobles. El cuarto, bien presentado, con genio. Quinto, con cuajo, protestado por afeitado, de media arrancada. Uno devuelto al corral por inválido y también el sobrero, de Martín Berrocal, por el mismo motivo. El segundo sobrero, de Ruiseñada, sin casta, con poder.Andrés Vázquez, único espada: Oreja con protestas. Oreja. Oreja y petición de otra. Silencio. Ovación y algunos pitos. Gran ovación y salida a hombros por la puerta grande. Brindó el tercer toro a la viuda e hijas de Antonio Bienvenida, en cuyo homenaje era el festejo, y saludaron desde el tercio Angel Luis Bienvenida y su hijo Miguel.

«del delantal». Y sin traicionar nunca lo que es la teoría fundamental del toreo: el dominio. Lances ajustados a las condiciones de la res, a la que ganaba terreno, hasta rematar en los medios e incluso en el platillo, con media verónica belmontina. Y a veces, como un regalo, sobre la media verónica, la revolera, la serpentina o la jerga cordobesa.

Y lo mismo en los quites. La actuación de Andrés Vázquez iba para enciclopédica, hasta agotar todo el repertorio de suertes producido desde el Cúchares acá. En esta época de monotonía, la verdad; en esta época de figuritas plásticas sacadas a molde, la to-

rería; en esta época de trabajadores vestidos de luces, el arte y la genialidad. Unas verónicas desmayadas, con el capote barriendo la arena; el recorte seco para poner en suerte al toro; ayudados por alto, estatuarios o cargando la suerte; derechazos cadenciosos, erguida la figura; el temple del natural, pura armonía y técnica estricta; los de pecho, hondos, de cabeza a rabo; el muleteo a dos manos, con la fiera sometida, a la que se liaba, literalmente, a la cintura; los cambios de mano y adornos. Y en todo caso, la lidia, adecuada a los estados de la res, que eso -decíamos- es fundamentalmente el toreo.

Así iba la tarde, así fue durante tres toros, con el diestro catapultado hacia la gloria. Y así siguió en el cuarto, hasta que, al rematar un quite, perdió el apote. ¿Qué ocurrió entonces? Se diría que aquel error, apenas mácula imperceptible en la brillante madurez del torero, le pareció un borrón en su obra perfecta. Y se vino abajo. Porque el toro era reservón, le anduvo por la cara, desconfiado. Al tiempo, la tarde se cerraba en negros nubarrones y la fiesta luminosa pasaba a ser sórdida brega, entre sombras. La afición cortó la espita de las facilidades, y si hasta entonces había tolerado los torillos terciados, pobres de cabeza y flojos, ahora exigía el toro, que la categoría de la plaza es lo primero. Al quinto lo echaron al corral, por inválido; hubo bronca y altercados en el que lo sustituyó, por afeitado; el sobrero, que salió en sexto lugar, renqueaba y también se fue para adentro. Con el nuevo sobrero, un toraco colorao de Ruiseñada, quedaba restaurada la corrida hacia la seriedad, ya en un ambiente hostil, acentuado por el frío y los goterones de lluvia. Mansa, sin casta y con poder la fiera, huyó del primer puyazo, derribó con estrépito en el segundo, en toriles recibió duro castigo. Todo parecía abocado al fracaso cuando, sorprendentemente, Andrés Vázquez brindó al público y cuajó la faena más importante, pues dominó al buey, lo metió en la muleta para unos ayudados, una serie de derechazos y un pase de pecho impecables, y lo tiró patas arriba de un estoconazo en las agujas.A hombros, por la puerta grande, salió de la plaza el maestro, entre aclamaciones: «¡Torero, torero, torero! ». No podía ser un adiós, no debe ser un adiós. Su sitio está en los ruedos, de nuevo, para recoger el legado de Antonio Bienvenida, que es como decir el toreo mismo, e irlo desgranando, tarde a tarde, a modo de recuerdo y enseñanza. No hacen falta hoy figuras, las tenemos de sobra; hacen falta maestros, como lo fue durante décadas Antonio Bienvenida y lo fue el domingo Andrés Vázquez.

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