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Entrañable Manolo

En 1949 fui a Caldas de Montbui como el enfervorizado creyente a un santuario, queriendo conocer el ámbito donde vivió hasta cuatro años antes uno de los más sencillos, inteligentes, humanos y grandes artistas de este siglo: Manolo.Desde la familiar llaneza de su nombre, que no precisa de apellidos, como Giotto, Donatello o Miguel Angel, parece invitarnos a la contemplación de su obra, entrañablemente humana, desprovista de toda referencia al quehacer ajeno; pletórica en cambio, de una profunda sabiduría de las cosas esenciales, que sabe traducir, con esa portentosa sencillez de su estilo, la espontánea fuerza de lo primigenio.

Era catedrático en gracia por la universidad de su vida. Se burló siempre de sus achaques y dolencias y supo darnos una imagen de la realidad llena de saludable optimismo. Unía a su bondadosa naturaleza la chispeante malicia de un anecdotario interminable, con lo que superaba su visión pesimista del mundo, contagiando a quien acudía a él con sencillez la alegría de vivir, el amor por lo bien hecho y el ansia de libertad.

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De inteligencia privilegiada, cualquier tema de su fascinante conversación era objeto de insólito enfoque, desmoronando con su egregio sentido del humor toda afirmación pedante y engolada, y así, burla burlando, iba penetrando en el alma de sus interlocutores lo mismo que con su escultura se apodera paulatina e irresistible mente del contemplador.

En este siglo convulsivo, pródigo en solemnes y vacuas grandilocuencias escultóricas, el maestro nos enseña la humilde grandeza de lo cotidiano, de lo inadvertido, de aquello que ha constituido durante siglos el sustrato de la vida del hombre. En su obra no podía surgir la tragedia porque él, como el campesino que siembra promesas de panes, miraba esperanzadoramente el futuro.

Su tremenda humanidad inspiraba confianza al labriego y al arquitecto, al pastor y al médico, al operario y al filósofo, a la coqueta casquivana y a la humilde labradora, quienes le hacían partícipe de sus más íntimas y a veces inconfesables confidencias.

Era un pozo de sabiduría y la amargura de su origen, como en Leonardo, no logró plantar en su corazón la semilla del resentimiento.

Tras lo dicho erraría quien pensara que la obra de Manolo se circunscribe al ámbito de lo popular, anecdótico. Nada más lejos de la soberbia síntesis manoliana, cuyo asombroso conocimiento de la Historia del Arte supone un replanteamiento inédito de la plástica figurativa desde la asunción personal de postulados constantes y la ineludible necesidad de dar respuestas variables, personales, a su quehacer. Fue un gran poeta del volumen y, como a Machado, debémosle cuanto ha escrito.

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