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El arzobispo de Canterbury, en el Vaticano

El arzobispo de Canterbury, doctor Donald Coggan, salió ayer de Londres con destino a Roma, Estambul y Ginebra, en lo que aquí denomina el viaje ecuménico del más eminente representante de Iglesias anglicanas. Pablo IV el patriarca Dionisio I, de la Iglesia ortodoxa, y el doctor Potter, secretario general del Consejo Mundial de las Iglesias -aquí inevitablemente, los llaman las tres P -Pablo-Patriárca-Potter- conversarán con el doctor Coggan, hombre de apariencia afable, capaz, sin embargo, de mantener actitudes duras y sólidas, cuando se trata de cosas que le stimulan a las más sagrada de las iras

Es inevitable el comentario sobre las esperanzas del movimiento ecuménico cuando se produce un hecho tan importante cómo el de este viaje. Pero lo cierto es que ningún acontecimiento sensacional se puede esperar de estas entrevistas, salvo el hecho, sensacional desde luego, de que la tolerancia y la buena fe de cuatro hombres egregios permita la conversación, el respeto, la amistad y la voluntad pontifical, «tendedora de puentes». Los problemas que separan a los anglicanos de los católicos son profundos, son antiguos, son de carácter más terrenal que divino, más cultural que doctrinal, más humano que teológico y, por eso mismo, más, difíciles de resolver. Hace diez años, y ante el escándalo de algunos anglicanos y protestantes, el venerable doctor Ramsey, entonces arzobispo de Canterbury -aquel hombre con rostro de profeta de Miguel Angel-, fue a Roma y tendió el primer puente. Se trataba, en un mundo abierto a la libertad y al respeto al prójimo, de buscar, ya que no la unidad, sí su camino. Una comisión mixta de teólogos de ambas iglesias fue creada entonces y su trabajo, que tenía como objeto buscar las coincidencias, fue eficaz: naturalmente, hay más coincidencias que diferencias entre Westminster y Canterbury, entre Roma y esta Iglesia calificada por el Papa de herrnana más querida.El viejo cisma de Enrique VIII y su endurecimiento en el reinado de Isabel I se convirtió en el acto en un conflicto político, humano. No sería ecuménico ocultar que católicos y, entre ellos, en lugar eminente, Felipe II, hicieron lo posible por impedir la cordialidad en la misma medida que sus enemigos.

Por lo menos, hasta 1910, monarcas ingleses tenían que prestar un juramento rechazando el dogma católico de la trasubstanciación y calificando el culto a María y la misa de supersticiones e idólatras.

Las diferencias anglicano-católicas son graves, porque son diferencias a nivel de la callle, a nuestr o nivel, incluso al nivel, humanísimo, del escándalo. El aborto es una brecha. La vida sexual pesar de los pasos cada vez más anchos de Roma, es otra brecha. La ordenación sacerdotal de las mujeres es otra brecha. El viejo recelo otra brecha. Los anglicanos de calidad, que abundan, aceptarían y de hecho aceptan la primacía espiritual del Papa, y podrían convertirse con facilidad en una Iglesia autónoma dentro de la grey romana, como los maronitas de Líbano. Pero no hay hoy ni un solo comentarista británico que haya escrito una información sobre el viaje de Coggan sin señalar, con solidez inequívoca, que Roma se mueve el ámbito extrahumano de la teología, más que en el ámbito de carne y hueso, de la moral liberal. Ciertamente, no cuentan toda la verdad, pero alguna verdad importante está dicha en esa distinción.

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