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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El arquitecto

Arrabal escribió una fiesta macabra, grotesca, mística, barroca, mágica, extravagante, una pesadilla realista, un festejo de contradicciones, efectos inesperados y confusión, gran confusión. Maus Michael Grüber ha montado una versión burlesca, superior, brillantísima y estetizante del texto. Eduardo Arroyo ha creado un espacio escénico lleno de magia y color. Prada y Marsillach hacen un fastuoso alarde de histrionismo malabarista, capacidades en todos los términos de la baraja interpretativa, diversión, lucidez y juego.El festejo simbólico imaginado por Arrabal consiste en una dialéctica, de factura muy literaria, en que dos personajes chocan, se atraen, se odian, se perdonan, se confunden, se repelen y se confrontan continuamente a través de una relación de imprevisible y cambiante desarrollo. Cada uno de ellos, a su vez, está dotado de un polimorfismo que le permite cambiar de forma sin que se altere su naturaleza. El juego entre los dos personajes -uno, el arquitecto, familiar con los terrores y expresiones de la naturaleza; otro, el emperador, experto en filosofías y civilizaciones- se practica a través de la metamorfosis continua hasta que uno de ellos, el emperador, corta la espiral proponiendo al otro un acto de antropofagia que los unifique. Las reiteraciones tienden a favorecer, por supuesto, una cierta idea de eternidad. Arrabal, entre el miedo y la ternura, propone una metáfora fragilizada en los diez años transcurridos desde su escritura. Esa metáfora es, -hoy, obvia y nada epatante. Y entonces, el director...

El arquitecto y el emperador de Asiria,

de Fernando Arrabal. Dirección: Klaus Michael Grüber. Escenografía: Eduardo Arroyo. Figurines del emperador. Elio Berhanyer. Canción: Luis Eduardo Aute. Intérpretes: José María Prada y Adolfo Marsillach. En el teatro Tívoli de Barcelona.

... El director ha prescindido de una constante en el teatro arrabaliano: la circularidad que tradicionalmente lleva a Arrabal a parear los principios con los finales; ha recortado visiblemente la duración de la obra, ha clarificado bellísimamente la continua metáfora, ha plastificado el barroquismo y, sobre todo, ha contemplado muy desde arriba, bastante desde arriba, el texto de Arrabal, negándose a los relámpagos realistas y construyendo una caja mágica muy puesta al día.

La lección que en ese espacio escénico dan Prada y Marsillach es absolutamente inolvidable. Hacen que resulte dolorosa e irresistible la tentación de entrar en su juego. Su inmaterial metáfora se concreta a través de una interpretación, precisa e inmaterial a la vez, que nos obliga imperativamente a seguirles en la exploración de la isla, de sus facultades personales y de las nuestras. La enorme y trágica farsa alcanza, así, sus objetivos sarcásticos y paródicos. Prada y Arrabal salvan la poesía y el humor y renuncian, al mismo tiempo, a la intimidación y la amenaza. La tangibilidad de la furia -la mirada de Prada, la voz altanera de Marsillach- golpea los registros de los espectadores, que pasan del densísimo silencio a una evidente risa liberadora. Admirables locos, sabios, lúcidos y barrocos. Admirables, inolvidables actores.

La noche del viernes se puso en pie, majestuosamente, El cementerio de automóviles, de la mano de Víctor García. El próximo domingo publicaremos su crítica.

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