En el medio no está la virtud
Acabo de ver en Nueva York la película de la temporada: Network, no sé cómo se llamará en España. La película hace rugir al público de satisfacción, a pesar de que las escenas de sexo (o filanderismo, como ahora se llama, esto es, el adulterio sin culpabilidad) o de violencia física son sólo aderezos. Se expresa, desde luego, en el lenguaje de la calle que ahora se estila en los filmes del nuevo realismo donde los personajes sueltan todos los tacos que el pudibundo New York Times no ha podido imprimir nunca. En Network se cocinan algunos nuevos conceptos obscenos tan divertidos como cockmanship, que dejo sin traducir para curiosidad de filólogos.
Network pertenece al género de lo que podríamos llamar farsa cínica, por el que el cine se convierte en tribunal popular de las más venerandas (por favor, linotipista, no me ponga veneradas) instituciones al caricaturizar en este caso la poderosa TV. El filme se refiere a la ficción de un hipotético programa informativo de una gran cadena televisual. Su presentador empieza a salirse del guión a base, primero, de anunciar que se va a suicidar ante las cámaras, y luego, de seguir escalando la capacidad para explotar la morbosa curiosidad y los dormidos deseos de protesta de los televidentes. Dado que los telediarios son en directo y, sobre todo, que tales excentricidades lo que hacen es aumentar los índices de audiencia, los directivos de la cadena se ven tentados a fomentar aún más las excentricidades del presentador, convertido ya en mánico profeta, en una frenética carrera por arrebatar, con crecientes y espectaculares números, la audiencia de las emisoras competidoras. El argumento no lo voy a contar aquí y menos su desenlace, y aún menos me corresponde a mí juzgar los méritos cinematográficos de la tal película. Que el cine es cosa demasiado importante como para dejarla en manos de los que no son críticos ni profesionales del cine. Lo que si puedo es añadir algo sobre el contexto en el que se mueve la película.
Televisión de consumo
Nos movemos en el sistema de la verdadera sociedad de televisión de consumo, como es la norteamericana y no tanto la europea. En ese sistema los televidentes no son los consumidores, sino el producto de la fábrica televisual. Los verdaderos consumidores, los que compran los espacios televisuales, son los anunciantes, privados o públicos, quienes compiten entre sí por pagar los precios más altos por las audiencias más numerosas. Lo que se paga realmente es un determinado tamaño de audiencia. Un buen programa televisual es el que lo ve mucha gente, punto. Es inherente a ese sistema que los programas contengan al menos una miaja de drama (¿qué mayor drama que la violencia?), de interés humano, de conspiración, de show. Estos elementos no sólo están presentes en los telefilmes más domésticos (o soap operas), sino en los noticiarios, en los debates electorales, en las mesas redondas o en los concursos. 'La realidad se determina desde el guión, no al revés. Es la más fantástica manipulación de todo un medio que lo convierte casi en un fin. Con ese mecanismo se aseguran grandes y crecientes audiencias, volátiles públicos siempre dispuestos a cambiar de emisora al menor nuevo reclamo. Son millones de personas que sólo saben de lo que pasa por lo que dicen y ven en la pequeña pantalla.
Hay un caso real, la comidilla del mundo de la tele en Estados Unidos durante los últimos meses. La cadena ABC, que aparece en tercer lugar en los índices de audiencia de los telediarios (es decir, con sólo una docena de millones de espectadores), decide contraatacar por todo lo alto y contrata por un millón de dólares a una celebridad televisual, la suma sacerdotisa del reporterismo en la pequeña pantalla, Bárbara Walters, nombrada la mujer del año en Estados Unidos, como coronación de toda esta historia. La telegenia y la leyenda de la Walters, unidas a la experticia como presentador de su compañero Harry Reasoner, hacen de su telediario el que vaya avanzando más puntos en el cómputo semanal de audiencias. Un porcentaje de ascenso de ese cómputo significa millones de personas y, por tanto, millones de dólares en publicidad. Bárbara Walters presenta noticias y es ella noticia. Hay razones para especular que la figura de la Walters, ha sido caricaturizada de alguna manera en Network, un poco en el histérico personaje del presentador convertido en estrella (un Peter Finch de lo más teatrero), y otro poco en la desenvuelta y liberada Faye Dunaway, que presenta una ejecutiva de la emisora. La propia Bárbara Walters entrevistó hace unas semanas a Paddy Chayefsky, el guionista de Network (empezó escribiendo aquel estupendo guión de Marty, ¿recuerdan?), quien echó un capote a la engorrosa faena aduciendo que su crítica iba dirigida no contra los profesionales del periodismo televisual, sino contra las propias cadenas, lo cual es verosímil. Hay que registrar la anécdota de que, en la película, el satirizado papel de una joven revolucionaria, entre semiótica y leninista, a lo Patty Hearst, lo represente Kathy Cronkite, la hija del gran mago de los presentadores de la tele, el pico-de-oro superestablecido Walter Cronkite, de la CBS. Cronkite dirige desde hace siglos, el telediario con mayor audiencia. Por cierto, este programa ha conseguido pisar la imaginación reporteril de la Walters, al realizar la exclusiva de la entrevista con la verdadera Patty Hearts, no por sinsorga menos dramática y generadora de audiencias. El pequeño y humano mundo de la pequeña pantalla deshumanizada. Como ha declarado después el corrosivo Chayefsky, «la TV es la democracia al cuadrado: dar a la gente lo que quiere».
A la gente le hubiera gustado ver en directo la boda de Gary Gilmore con la Patty Hearst como último deseo del primero, y la resolución despechada de la segunda de raptar aI Sha del Irán para que bajaran los precios del petróleo. ¡Y luego dicen que no hay temas para nuevas películas! Tampoco es que haya que echar al vuelo las campanas de la imaginación. A la salida del cine donde echaban Network, por la rutilante Park Avenue, recién acabado de llover, las papeleras aparecían rebosantes de paraguas más o menos rotos. En todo chaparrón neoyorquino hay siempre una proporción de paraguas que se desvarillan; nadie es capaz de arreglarlos, y cientos, miles de ellos acaban en las papeleras. Si se pone a llover otra vez, la sustitución es fácil: el precio de un paraguas nuevo es inferior al de un par de cervezas. He aquí un tema para otro guión de farsa cínica.
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