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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Sobre el federalismo

«Jumilla desea estar en paz con todas las naciones extranjeras y sobre todo con la nación murciana, su vecina; pero si la nación murciana se atreve a desconocer su autonomía y a traspasar sus fronteras, Jumilla se defenderá como los héroes del 2 de mayo y triunfará en la demanda, resuelta completamente a llegar en justísimo desquite hasta Murcia y a no dejar en Murcia piedra sobre piedra. »Esta tragicómica declaración, que revela de un plumazo el fracaso del intento federalista de 1873, es, sin duda, una gran caricatura, un esperpento, para solaz de quienes hoy niegan la viabilidad de una opción federal en España. Pero no por ello los federalistas deben ni ocultarla ni olvidarla, si quieren convencer al país que, salvo en las regiones tradicionalmente autonomistas, ignora en mayor o menor proporción qué es eso del federa lismo o siente aún prevenciones «jumillistas».

Para empezar, le diría al lector que aquel esperpento es hoy un anacronismo. El federalismo, que hace un siglo era una ideología, es hoy, en los principales países del mundo, un elemento más de la división de poderes. Ha dejado de ser un experimento para convertirse en una función. Lejos de conducir a la insolidaridad, lleva a la cohesión. Nadie podrá negar que USA y la URSS, ambas federales, han logrado armonizar inmensos núcleos de población distintos en muchos aspectos, cosa que está por ver si hubiera sido factible con una organización centralista, a la luz de precedentes históricos notorios. Por otra parte, España ha aprendido mucho en un siglo a fuerza de palos. ¿Por qué habría de ser inviable aquí lo que a escala mundial es normal? «España no es diferente », afirma a diario con su conducta este pueblo admirable que tenemos.

Abandonado el argumento del «jumillismo», por irrepetible, los adversarios del federalismo pasan a otro frente de ataque. Las regiones ricas tenderán a serlo más, mientras que las retrasadas se hundirán crecientemente en su penuria, dicen, por ejemplo. Esta proposición, que a primera vista parece verosímil a quien no conoce un Estado federal contemporáneo desde dentro, es inexacta gracias a un sistema de compensaciones constitucionales que en Alemania Federal, por ejemplo, han producido importantes nivelaciones entre länders o Estados pobres y ricos. Otro argumento del antifederalismo es que el Estado federal es caro, lo cual no está probado en absoluto, sino más bien todo lo contrario, pues allí donde existe es ciertamente tema de discusión en la que prevalecen quienes sostienen que con un Estado unitario no ahorrarían prácticamente nada; la sustitución de los parlamentos de los läders por el modelo de diputaciones provinciales sería un ejemplo de ello, según eminentes profesores alemanes. Pero el antifederalismo sigue sacándose argumentos de la manga: no se puede obligar a una región a que se convierta en ente autónomo si no lo desea, ni se puede trazar el mapa del nuevo Estado federal con tiralíneas y a gacetazo limpio, como se crearon las provincias, en lo que hay que reconocer que llevan razón, pues apartando el caso alemán -impuesto por los vencedores de una guerra-, el procedimiento sería arbitrario y antidemocrático. Pero también aquí la respuesta es obvia; basta releer el artículo once de nuestra Constitución de 1931, que, por cierto, no era federal, para atisbar la solución. «Si una o varias provincias limítrofes, con características históricas, culturales y económicas comunes, acordaran organizarse en región autónoma..., presentarán su Estatuto.» Como complemento de este artículo, otros definen las condiciones de voluntariedad de la población afectada y sus municipios para la aprobación de los estatutos.

Este precedente constitucional puede abrir, entre otros, un camino gradual y democrático que conduzca al Estado federal sin necesidad de tiralíneas ni ukases; cierto que no estaba previsto con tal finalidad, sino con la de llegar a un Estado compuesto de regiones autónomas, pero en este sentido es preciso no crear problemas artificiales, pues si se reúnen las circunstancias precisas, ambas metas, el Estado federal y el de Autonomías, podrán diferir, pero no demasiado, por lo que hay que eliminar los trabalenguas semánticos en lo posible.

Para terminar, y resumiendo, hay que ir convenciendo al país de que el federalismo no es hoy en absoluto una peligrosa excentricidad que pueda poner en peligro la integridad de España, sino justamente lo contrario, o sea, un camino solvente para integrar, canalizar y resolver definitivamente las tensiones autonómicas insatisfechas allí donde las hay, y potenciar la identidad y el progreso de aquellas otras regiones donde quizá no exista ese problema, pero sí otros tampoco resueltos hasta la fecha por el centralismo.

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