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El regreso de Arrabal

Nació Fernando Arrabal en 1932. Su retina, su sensibilidad, su conciencia de niño se llenaron de imágenes, horrores, espantos y traiciones de aquella guerra civil, que no sólo aplastó al pueblo español que la hizo, sino a los que fuimos naciendo después a la situación por ella creada. Andando el tiempo, comenzó a escribir para el teatro en un estilo que nada tenía que ver con la comedia epigonal del benaventismo que dominaba nuestros escenarios.

Las primeras obras suyas que conocemos tenían un tono medio absurdo, medio existencial, que si en principio andaban a la husma de una cierta y abortada eclosión de Jardiel, tenían su fuente más inmediata en las experiencias parisinas de la llamada vanguardia en la que se entremezclaban gentes tan dispares como Beckett, lonesco, Adamov y otros.En 1958, Dido Pequeño Teatro montó. Los hombres del triciclo. El horno no estaba para bollos. En el cotarro teatral ibérico se respetan demasiado los sistemas de privilegios como para conceder una migaja de credibilidad a aquél muchacho, presuntuoso dirían algunos, que intentaba sorprenderlos y lo que es mucho peor, obligarles a adoptar una posición frente a la obra con riesgo de alterar la inamovible situación establecida. Arrabal dedujo que poco tenía que hacer en su tierra y se largó lo antes posible a París, meta soñada del íbero reprimido con afanes o ínfulas artísticas.

Desde entonces escribió, o cuando menos publicó y representó sus obras, originariamente en francés. Poco a poco el éxito de los teatritos del Barrio Latino le convirtió en autor de nombre y propicio su acceso a salas más grandes. Pero Arrabal era ya para entonces un desarraigado, voluntaria y defensivamente desarraigado. Su teatro comenzó a ser de ningún sitio. Lanzado por la placa de resonancia parisina de las modas para consumo del snobismo euroamericano. La teatralización de los problemas reales dejó paso a una especie de sublimación onírica de la realidad, lo escenográfico sustituyó a lo verosímil.

El mismo crea su propia escenografía personal para moverse en los procelosos meandros del mercado teatral y en la jungla envenenada de las relaciones peligrosas del star system, basada siempre en la apariencia, en la imagen y no en el trabajo y su valor social.

Arrabal volvió a España fugazmente y una dedicatoria a la altura de provocación que de él se pedía, dio con sus huesos en la cárcel. La sensibilidad de Arrabal y su propia posición ante la vida no le proporcionaban el mejor escudo para defenderse de semejante agresión. Pero en Carabanchel conoció a militantes de Comisiones Obreras, a viejos y nuevos comunistas, que tuvieron un fructífero y fraternal comportamiento con él. Arrabal nunca se olvidará ya de quiénes estuvieron a su lado aquéllos días.

En nada cambió su forma de concebir el teatro aunque su solidaridad civil en la práctica social quedó reforzada. Su estética caminaba por los linderos del neobarroquismo. El y los suyos practicaban un antirracionalismo y antibrechtismo militantes, se inventaban trucos y más trucos como el de lo pánico para uso de jovencitos insatisfechos y fructífero escándalo y exaltación de los recovecos snobistas de todo buen burgués. La transgresión infamante de la realidad, la constatación de las torturas y fantasmas, de la autoconciencia, la desfachatez escatológica, elevada a rito, eran mecanismos que repetían la vieja aspiración del artista único y aparte que practica el viejo rito, este sí sadomasoquista de sorprender, zaherir y vilipendiar al burgués bienpensante a quien, en el fondo, le gusta la marcha.

Detrás de todo el teatro de Arrabal -consciente como soy del esquematismo de este trabajo- subyace un radicalismo pequeño burgués que en lugar de refugiarse en, los límites ético-estéticos de nuestra llamada generación realista, pongo por caso, se lanza a un aparente ceremonialismo de la destrucción, del negativismo, de la asocialidad, de la tierra quemada de nadie.

Incluso cuando escribe un teatro directamente político, que el llama «de guerrilla»: ... Y pusieron esposas a las flores o La aurora roja y negra, el objetivo de repulsa, denuncia y rechazo de la represión y la tortura, queda reducido por la estilística empleada al puro impacto de la rebeldía individual, o los hechos sucedidos ante nuestros ojos y no de las causas y las razones que los provocan.

Arrabal está muy lejos de los programas y aspiraciones históricas de la clase obrera y de las formulaciones estéticas y estilos artísticos que propiciarían una relación productiva y no alienación por la sorpresa que se convierte en la aspiración fundamental le su teatro.

Nada de esto impide el que en alguna de sus obras puedan existir elementos que posibiliten un trabajo diferente. ¿Qué hará Klaus Gruber -de formación y práctica brechtiana pasada por Strheler y la codirección de la Schausbühne berlinésa junto a Peter Stein- con El arquitecto y el emperador de Asiria? ¿Qué hará un escenógrafo cómo Eduardo Arroyo? Quizás algo que nos descubra aspectos insólitos y por supuesto altamente racionales en un texto pergueñado para otros menesteres.

Podemos y debemos alegrarnos de que Arrabal vuelva a su tierra. No seré yo quien critique su marcha al fin de los años cincuenta. Es explicable y seguramente gracias a su huida, pudo escribir y trabajar. Pero en esta hora de retornos es urgente decir que algún día habrá que acordarse y reconocer el valor de los que se quedaron.

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