El gigantesco espectáculo de Pirandello
Cuando se levanta el telón, la magia invade el escenario. Llega Pirandello dispuesto a soñarnos y a decimos que aquello, el teatro, es humo inconsecuente. Como si toda la obra fuera la gran pregunta que Pirandello se hizo a lo largo de sus textos: ¿Tiene razón de ser el teatro, la imposición de las ideas desde un escenario, la ficción de una realidad? ¿Tiene sentido? Los gigantes de la montaña, obra inconclusa del autor -que moría veinticuatro horas después de escribir en la obra: «Quietos todos, y a ensayar»-, es como el diario espiritual del hombre que hizo teatro del teatro, que nunca pudo alejar de sí mismo la conciencia de que todo aquello que se movía entre luces y bambalinas no era más que una propuesta que podrá aceptarse o no, que no era más que una ficción jugando a realidad o una realidad jugando a la ficción. Es como si Pirandello dejara escrito en su testamento que el Teatro, con mayúscula, no tiene sentido. Y entonces envía a una compañía -deshecha, decadente, que suena y siembra ideas a borbotones a lo largo del texto- a representar a un mundo fantástico, y a exponerse a una.sociedad de máquinas e industrias. No hay, rebelión. Pero una máquina se traga a tres actores de la conlpañía, y una voz, con nostalgia, dice sólo: «Han matado la poesía». No ha sido nadie, ni los gigantes, ni la montaña, ni siquiera la mercantilización. Ha muerto de sí misma, de evolución, a manos de un fanatismo. En la lucha entre los fanatismos de un teatro por el teatro, y el de una realidad por una realidad. Es la lucha existencial del propio Pirandello: el teatro como pasión, el hombre. como soñador, y el teatro como mito, el hombre cuya única esencia es su propia existencia. La propuesta es difícil. La línea narrativa que marca el final de Pirándello como autor y como hombre, se ve interrumpida en Los gigantes de la montaña por un sugestivo y sugerente brote de ideas. Los personajes hablan a veces con una bríllantez que podría calificarse de insultante. Sentencian conceptos con una pasmosa facilidad, condensan filosofía en apenas unas frases («El problema no está. en creer, sino en crear»).
Los gigantes de la montaña,
de Luigi Pirandello. Versión de Enrique Llovet. Música de Fiorenzo Carpi. Dirección: Miguel Narros. Intérpretes: María Cuadra, Ramiro Oliveros, Aurora Redondo, Paco Guijar, Pedro M. Martín, Enrique Fernández, Dionisio Salamanca, Ana Frígola, Francisco Merino, Modesto Fernández, Amparo Soto, Alfonso Vallejo, Pep Munné, Marcelo Rubal, Rosalía Dans, marionetas, fantoches y servidores de gigantes. Teatro Nacional María Guerrero.
Cuando las marionetas y fantoches hacen su aparición, en la pugna del plano real por comerse a la ficción, en la lucha por la identidad Cottrone, el mago, dice simplemente: «Si le sirve para encontrar otra verdad, aunque no sea la suya, acójala...»
Toda esta lucha de símbolos («Las cosas nos hablan») que parecen personajes oníricos de un Pirandello volador, ha encontrado hoy, ahora en el teatro María Guerrero, un marco sensacional. Toda la magia y todo el colorido se aúnan en un escenario blanco, fellinesco, cargado de significaciones. Toda la escena es la representación auténtica de ese mito soñado, de esa fiebre apasionada por algo que nuevamente llega a la escena española: el teatro. Como si de repente se desterrara el teatro de panfleto, y el arte dramático renaciera con el vigor, la tensión, la emoción, la medida justa de sus genios creadores. Como si Pirandello y Miguel Narros hubieran acordado: «Vamos a rnostrar el teatro, para que se paladee lo que puede dar de sí un breve espacio escénico.» Y hay que añadir: «Y el talento.» Miguel Narros ha creado una inmensa pieza de relojería -que no pierde un segundo- para alucinar al espectador. La magia, el símbolo, los colores van invadiendo todo, transmitiendo entre fantoches y marionetas, entre personajes de carne y hueso, y gigantes enmascarados, la inmensa verdad que es la ficción teatral.
Miguel Narros se ha empapado de Pirandello para contener en su punto justo la fantasía y la fuerza, el color y la luz, la palabra, y el gesto. Fabuloso.
El texto, en versión de Enrique Llovet, es denso, es conceptual, está «demasiado bien escrito». El espectador se siente asediado por esa fuente constante de ideas. Llovet ha trasladado la obra con un profundo respeto al texto original. Y al llegar al punto en que la obra, inconclusa, se encuentra sin final, hay un momento de paralización y oscuro que señala la dramática circunstancia de la muerte del autor. Luego sigue, más lejana, con la apoteosis dramática de un coro de gigantes y una máquina que engulle actores. Perfectamente marcado. Perfectamente escrito. Perfectamente reflejado el mundo de Pirandello.
La interpretación no admite más calificativo que el de sobresaliente. María Cuadra se reencuentra con el teatro, como si nunca hubiera estado lejos de él. Dando vida a La Condesa, principal actriz de una compañía decadente, María Cuadra está en ese difícil punto de representar la representación, entre la histeria y la ensoñación. La recuperación de María Cuadra para el teatro activo pone de manifiesto una vez más que aquí, en estos Gigantes se han aunado muchas y muy buenas voluntades. La exquisitez de sus movimientos y el absoluto dominio de sí misma que muestra durante toda la obra la sitúan en tre las actrices de gran talla. Ramiro Oliveros, Cottrone, es el mago sentenciador, el filósofo, el saber por causas, la bondad, la verdad... Bien. Sin apasionarse, sin buscar el límite que quizá provocaría el aplauso, pero que quizá también destruiría la medida de un personaje fantástico, pero que está acostumbrado a serlo desde mucho antes de que el telón se levante.
Aurora Redondo es la delicia de un no menos delicioso personaje, contrapunto en muchas ocasiones de la densidad; Paco Guijar, dentro del tono afectado que le corresponde, da muy válida respuesta. Todos, y no por omisión de nombres son menos sobresalientes, se han enfrentado, cada uno en su aspecto, algunos con papeles más brillantes, más agradecidos a la interpretación; algunos con caracteres grises, a la difícil tarea de hacer un conjunto que parece, de principio a fin, una apoteosis de la fantasía. El dominio de láexpresión corporal, las marionetas, la coreografía, todo es como un ballet medido, milímetro a milímetro, en una orgía de símbolos.
En resumen, Pirandello, difícil y complejo, expresado en un espectáculo fellinesco. Hay que agradecer a los teatros nacionales que nos hayan traído esta obra y que nos la hayan traído así. Noche de enhorabuena.
(Nota: habrá que compadecer a toda la compañía si no se les suprimen las dos funciones. Levantar tarde y noche la inmensa alegoría pirandelliana es un esfuerzo poco común.)
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