Antonio Saura: Moi
Como Deleuze y Guattari, que introducen Rizoma diciendo que «dado que cada uno de nosotros era varios, resultaba ya mucha gente», o como Flaubert, que confesaba «Madame Bovari, c'est moi», Antonio Saura, con sus últimas serigrafías, agrupadas precisamente bajo el título Moi, delimita un territorio en que la autobiografía se desliza hacia la negación del yo, en que sujeto productor y objeto retratado-reproducido, son uno mismo: en definitiva, nadie. Si, como declaraba el pintor en EL PAÍS SEMANAL (30-1-77), «Moi es, en realidad, una novela con muchos personajes que tiene como punto de partida uno solo de ellos», ese personaje sabe muy bien de lo que, .refiriéndose a Artaud, Leopoldo M.' Panero definía como tentativa anabiografica: «Lo único importante debería ser la realidad de las obras producidas». Incidir sobre la unidad no-recomponible del yo (es decir, enfrentarse a los López Ibor y compañía, o a todas las formas pervertidas del sicoanálisis que en Estados Unidos sustituyen el confesionario por el diván), Saura demuestra con Moi qué puede hacerse a partir del núcleo figurativo de la cuestión: el autorretrato. Para aprehender esto no hace falta siquiera seguirle en todos sus atajos más literarios ni en una reivindicación sistemática de lo grotesco. Basta con mirar Moi, mirar lo que de su yo nos entrega, nos da a ver.
Galería Juana Mordó
7.
A estas alturas, descubrirle al lector quién es Antonio Saura equivaldría o a tomar mi tarea como estrictamente pedagógica o hacer historia del arte. Ni Saura es El Paso (su desmentido a cualquier estética de grupo, ni en 1957 ni ahora, posee la misma virulencia y la misma lógica que la agresiva respuesta, comentada hace poco en estas páginas, de Asger Jorn frente a los intentos de recuperación de un Cobra muerto, y bien muerto, en 1951), ni Saura es tan solo su Felipe II, ni Saura es tan sólo el retrato de Geraldine. El género de fascinación que aún ejerce su pintura poco tiene que ver con el estereotipo en que lo convierte el tinglado artístico. Lo grotesco, en él como en la picaresca del Siglo de Oro o en algún que otro pintor de hoy (Bacón, Gordillo, Jorn, Dubuffet, Bonifacio), no es anécdota, sino objeto del deseo, motivo de la pintura. Desde Manet, el tema ha muerto y quien se empeñe en resucitarlo va contra corriente.
La novela con muchos personajes, la autobiografía o su ya conocida teoría del cuadro como campo de batalla son realmente los hilos conductores de Moi. Sobre fotografías de muecas suyas realizadas por su hermano Carlos, y manipuladas por éste en laboratorio, Saura ha manipulado cuanto ha querido; igualmente, en el taller serigráfico de Gustavo Gili, que edita la serie, se han vuelto a producir nuevas operaciones. Tiene razón el pintor en soñar ante lo que seria ya imposible: volver al papel en blanco. Porque esa vuelta no podría detenerse en un estadio cualquiera, y en último término lo que nos encontraríamos sería el rostro del propio artista, el signo de la identidad.
Tras la visita a Moi, lo que tiene más sentido es analizar a Saura a la luz de la teoría. Ahora que intentamos abordar críticamente determinadas cuestiones, como la de la representación que en un Pleynet, con todo lo esclarecedora que es su Enseñanza, se plantean de una manera reduccionista y ortodoxa, bueno sería discutir sobre el caso de Saura. El gasto y la intensidad que la pintura supone tienen en él un defensor a ultranza que, en lugar de «ponerse al día» como algún otro informalista español, se ha mantenido en la frontera del silencio, y a pesar de lo sencillo de su tramoya pictórica (fondo, gesto, escasos colores) ha ido más allá del tema. Moi nos lo muestra una vez más como varios, Narciso en pedazos que ya no busca la otredad en la desgraciada historia nacional, sino en sí mismo y en su propio ritual: «Cualquier pequeño garabato es autorretrato. »
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