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Kleist, la "liberación" por el suicidio

Se cumple el II centenario de su nacimiento

A juzgar por los testimonios que han quedado, cuando Heinrich von Kleist, el más grande poeta trágico de Alemania, tomó la determinación de suicidarse parece que se apoderó de él una ferviente alegría. En la carta que dirigió a una prima confesando el propósito y su amor por Henriette Vogel, la dama casada y enferma de cáncer que lo acompañaría en la última aventura, podía leerse: «Sabe que mi alma, al contacto con la suya, ha madurado enteramente para la muerte; que he podido medir por el suyo todo el esplendor del corazón humano, y que muero sin tener ya nada que aprender ni que esperar de la tierra. Me he encontrado -añadía- transportado por los torrentes de una felicidad jamás sentida, y no puedo negar que su tumba me es más querida que el lecho de todas las princesas del mundo.» El entusiasmo de Kleist por la muerte voluntaria es tan grande que incluso se la llega a desear a su prima: «¡Ah! tú, mi querida amiga, que Dios te llame pronto a ese mundo mejor en el que todos podremos, con el amor de los ángeles, abrazarnos mutuamente los corazones.»Pese a tratarse de un poeta excéntrico, contradictorio y fanático, y vivir en plena erupción del romanticismo, caracterizado generalmente por un anhelo de autosacrificio heroico, morboso y ritual, el posible sentido catártico y liberatorio del suicidio en Kleist hay que fundamentarlo en razones más concretas. Desde un punto de vista cotidiano, biológico y social, estas razones nunca resultan ser gratuitas, ni mucho menos abstractas.

La pareja formada por la mujer enferma y el poeta -unida por lazos filarmónicos y de funebridad- llegó en coche de caballos a Potsdam, un paraje boscoso de posadas y merenderos, solitario en noviembre. Todo el tiempo, según contó después el posadero, estuvieron serenos, joviales. Tras el almuerzo, paseo a orillas del lago de Wannsee. Quisieron tomar el café al aire libre. Tiraban piedrecitas al lago. La señora Vogel pidió a la sirvienta que hiciera el favor de ir a lavar la taza vacía y se la volviera a traer. Instantes después de haberse alejado, la sirvienta oyó dos disparos, aunque no reparó gran cosa en el hecho, por considerar que los huéspedes se divertían tirando al blanco. En realidad, Kleist le había pegado un tiro en el pecho a Henriette y luego se había introducido en la boca el cañón del arma. Este fue el espectáculo que vio la sirvienta cuando regresó con la taza limpia. Los cadáveres aparecían digna y estéticamente colocados. A los suicidas parece que todavía les preocupa la mirada del mundo. De incoherencias de esta clase deduce el sicoanálisis que el suicida no se hace cargo de la muerte.

Sano y cuerdo

Kleist no estaba loco y era orgánicamente sano. El mal residía en su hipersensibilidad y desgarro interior. Pero no podemos aceptar la dicotomía clásica cuerpo-alma y es preciso atender la influencia de fenómenos vagamente fisiológicos, por ejemplo, la tartamudez y el sexo. La consecuencia inmediata del tartamudeo, en algunos casos, es la de refugiarse en sí mismo y desconfiar de las posibilidades de la expresión oral. Para un pastor esto quizó no tenga importancia, mas para el poeta trágico de acento elevado que era Kleist, cuya vida discurre en los elegantes salones románticos y se ve forzado a dar lecturas públicas de sus obras, la deficiencia oral ofrece problema, casi drama. Ocurría que en el momento culminante de la lectura, con sucesión de crímenes y técnica de la más valiosa estirpe dramática, los oyentes, en vez de sobrecogerse, se morían de risa. La mala dicción destruía cualquier efecto y Kleist, él mismo conmovido por su creación, se sorprendía al oír las carcajadas y acababa en la humillación. De aquí, hermetismo y marginación social.Nadie habla de hornosexualidad, si acaso de una ligera ambivalencia sexual adolescente: «A menudo he contemplado tu hermoso cuerpo cuando te bañabas... con sentimiento completamente de muchacha.» O más radical: «Si la edad de los griegos se hubiera restablecido en mi corazón, hubiera podido dormir junto a tí.» Estas frases no prueban nada, pero lo cierto es que Kleist tampoco pudo establecer con ninguna mujer un lazo profundo, bien por hallarse sometido al vagabundaje o por carecer de una «posición» social. La señorita Wilhelmine von Zenge se negó a casarse con él y a vivir el idilio rural que el poeta le ofrecía. Por otra parte, Kleist se sometió en cierta ocasión a una misteriosa operación quirúrgica sobre la que nadie sabe nada. Por fragmentos de cartas, la operación le hizo digno de su novia: «Antes no era digno de tí, ahora lo soy. Antes me torturaba el pensamiento de no responder a tus aspiraciones más sagradas, y ahora, ahora... ¡Pero silencio.!» ¿A qué se refería? Stefan Zweig habla como probabilidad de la corrección de sus defectos orales. En cualquier caso, se tratara de poder engendrar hijos o de curar una sífilis, junto a la ambivalencia citada y a que no se relacionó con mujeres, hay que admitir en Kleist algún conflicto sexual indescifrado.

Por inadaptación o por realizarse vocacionalmente, Kleist renunció a su cargo de oficial en el ejército. Pertenecía a una austera familia, prusiana. También se le atribuyen rasgos sonambúlicos. Arrastró una vida errabunda y febril, sin dinero, sufriendo fracasos en busca de un poco de amor al sentirse abandonado por los amigos. La familia sólo vio en él a un fracasado y lo trató desdeñosamente. «Quisiera morir diez veces antes que volver a sufrir lo que sufrí en Francfort, en ese día, durante la comida».

A Heinrich von Kleist -hay que abreviar- lo mató el conjunto de las convenciones de su época, el rechazo de la disciplina militar, la tartamudez, su oscura irregularidad sexual, su heterogeneidad anímica y, sobre todo, el fracaso literario, la indiferencia de sus coetáneos -entre ellos, Goethe- y la inseguridad económica que obtuvo a cambio de la libertad. Una persona normal, en el sentido de aceptar las convenciones y lo que está mandado, habría permanecido en el medio castrense y quizá hubiera procreado diez hijos y obtenido el grado de general. Kleist fue poeta y tuvo que buscar una forma particular de liberación, no tan rara si atendemos las razones expuestas.

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