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Max Ernst, en la Rambla de Cataluña

La galería de arte Joan Prats, instalada, pronto hará un año, en el establecimiento del sombrerero de oficio, pero-pintor de vocación, Prats, que fue miembro del Cercle Artístic de Sant Lluc, llegó a exponer en el Salón de Primavera de 1911 y se convirtió en cordialísimo amigo y confidente de Joan Miró, a partir de una relación precisamente anudada en aquella grupación artística, lleva una buena singladura bajo el pilotaje de la familia Muga, tan acreditada en el mundo editorial. De la colectiva en homenaje al entusiasta mironiano que dio nombre a la galería se pasó a una exposición de la obra gráfica de Tápies y de ésta a otra de dibujos y grabados de Jorge Castillo, para seguir con una exhibición de obras del cubano de ascendencia china Wifredo Lam, que en su día fue protegido de Picassó, y a la presentábión de unode los experimentos «envolventes» del búlgaro Christo, que tanto ha dado quelablar últimamente.Ahora los directores de esta sala tan bien orientada nos ofrecen un buen conjunto de óleos, grabados, collages y frottages de Max Ernst, el alemán nacionalizado francés fallecido en abril del 76, a los 85 años, y a quien el Gobierno de la vecina República quiso honrar en la primavera y verano anteriores al de su muerte con una importante retrospectiva en el Grand Palais.

Naturalmente que esta exposición barcelonesa no puede compararse a aquélla ni por la masa y entidad de la obra expuesta ni por su valor documental, aunque sea lo suficientemente representativa de los aspectos básicos de su producción: el óleo, la escultura y los procedimientos mixtos que le dieron fama.

Dije ya en una nota publicada en Avui en el mes de junio que, a mi entender, ese renano nacido en Brühl en 1891 y fallecido en tierra francesa, a los pliegues de cuya ban dera quiso acogerse en gratitud al hecho que en definitiva fue París la caja de resonancia de su éxito, tuvo siempre la suerte de ganar con las cartas por las que había apostado, aunque no siempre los naipes en cuestión fueran triunfos. Sencillamente, supo jugar bien, escoger en todo momento sus compañeros de partida, elegir el momento justo de presentar sus bazas.

Acertó al organizar, en 1919, en la Alemania postrada por la derrota, el grupo Dada germánico, que acentuando el antimilitarismo y la befa de la patriotería conducente al desastre y al proclamar que «el arte ha muerto», logró plenamente sus propósitos de que aquel núcleo actuara,como revulsivo espiritual. Así, la serie defatagagas o collages hechos en colaboración con Hans Arp o la exposición dadaísta que montó en una cervecería de Colonia que determinó su comparecen cia ante un tribunal, no por escándalo público, sino por un su vuesto fraude por el hecho de cobrar entrada a la exhibición (cargo del que se libró Max Ernst al decir que el público no podía llamarse a engaño porque él en ningún momento había prometido exhibir " obras de arte".

Extinguida la subversión del dadaísmo alemán, Ernst se traslada a París, y en 1921 presenta sus famosos ensamblajes de recortes de viejos grabados al acero que confieren al conjunto un aspecto insospechado, turbador, y que suscitan el entusiasmo de Louis Aragón, André Breton y otros dadaístas franceses, que no tardarían en constituir el grupo surrealista. Este hallazgo de los collages lo perfeccionó Max Ernst en sus magníficas colecciones La femme á 100 têtes y Une semaine de bonté, aparecidas en 1929 y 1934, respectivamente. Entra en la comunidad surrealista «por la puerta grande» porque supo rendir tributo a la moda freudiana en óleos como los afamados Elephant Celebes (1921) o Oedipus Rex (1922), y ensaya réplicas gráficas a la «escritura automática».de los Breton y los Souppault con sus frottages, papeles entintados y frotados encima de superficies de ma dera agrietadas y la técnica de los óleos arañados o raspados con la que produce su conocido. Bosque y paloma (1927). Cuando no había abandonado el surrealismo, las aves, con su mirada fija y su plumaje tupido le inspiran una serie de obras sugerentes de un mundo de alucinaciones como el que to davía nos provoca su tan divulgada pintura El manto de la novia, de la colección Peggy Guggenheim, que en un tiempo fue su esposa y le franqueó su entrada en Norteamérica, tan necesaria para él cuando el estallido de la guerra en 1939, hizo difícil su permanencia en Francia, dado su origen alemán (que, por otra parte, no le impidió su internamiento cuando los Estados Unidos entraron en el conflicto).

La desnudez del paisaje que le rodeó durante su aislamiento en Arizona le permitió desarrollar todavía más, su concepto del arte, como abstracción que permitían adivinar sus frottages de los años veinte. También allí realizó unas esculturas metálicas inspiradas en los totems de la cultura aborigen. Algunas de éstas, en pequeño formato, pueden verse en la galería Joan Prat. Son como piezas del juego de ajedrez, unas hechas en los años cincuenta, pero otras parecen anteriores. Se exhíben, asimismo - nueve óleos sobre -tela, cartón y tabla, unos cuantos collages y frottages, así como 34 litografías que valoran el libro de Georges Ribemont-Dessaignes: La ballade du soldat.

El conjunto sabe a poco, pero me guardaré de decir que no sea interesante. Sobre todo da una idea bastante:aproximada de lo que fue la inquieta personalidad artística de Max Ernst. En suma, la iniciativa de los directores de la galería Joan Prats es digna de aplauso. Ojalá cundiera su ejemplo.

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