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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Iglesia española: ¿del nacionalcatolicismo a la Iglesia confesante?

Alvarez Bolado, profesor en la facultad de Teología de Comillas (Madrid), se excusa en la introducción de haber unido en este libro diversos trabajos dispersos, aparecidos coyunturalmente en otras tantas publicaciones. Pero la verdad es que el resultado ha sido un acierto. Nos encontramos ante un libro-clave para entender algo que tanto nos interesa a todos los españoles (cristianos o no): la postura actual e inmediatamente futura de la Iglesia católica en esta decisiva encrucijada de nuestra historia.A. Bolado empieza por el principio, o sea, por el problema de «el compromiso terrestre y la crisis de fe». Para ello intenta situar a la Iglesia en su verdadero «topos», sin recurrir a romanticismos ni a tentaciones apologéticas. La Iglesia española -dice- participó de la falta de adultez política del conjunto de la sociedad española. Su comportamiento durante el conflicto fue excesivamente «clerical» y poco discernidor de la significación de los valores «seculares» que estaban en cuestión. Más que falta de generosidad -que no faltó, ciertamente-, se nos puede reprochar falta de adultez teológica, política y socioeconómica. Hay que decir, desde luego, que la «otra parte beligerante», con su sectarismo antirreligioso, apenas permitió otra opción. Y quizá también que la Iglesia española participó de la misma falta de discernimiento que mostró la Iglesia Romana frente a la Revolución francesa y, posteriormente, frente al Risorgimento.

Alfonso Alvarez Bolado:

El experimento del nacionalcatolicismo: 1939-1957. Editorial Cuadernos para el Diálogo, 255 páginas. Madrid, 1976.

El Concilio Vaticano II ha supuesto una verdadera ruptura en esta posición de la Iglesia católica y ha permitido el impulso de los cristianos, tanto individual, como colectivamente, hacia la asunción de lo que, en un primer momento, se llamó «compromiso temporal». Pero este itinerario hacia la asunción del compromiso no se ha hecho de una manera perfecta y adulta desde el primer momento: ha tenido su biografía, que parte de lo infantil, pasando por la adolescencia y juventud, hasta remansarse en la adultez. Efectivamente, puede pasar, en un primer momento, que el militante se contente con una interpretación «secularista» de Cristo como prototipo de la entrega humana, sin sentirse capaz de reconocer en él el valor escatológico, y propiamente divino. Este «compromiso temporal» tiene forzosamente una: dimensión eclesial: el descubrimiento de la urgente tarea social, que el compromiso realiza, da lugar a un compañerismo entrañable, brotado de la comunidad de valores, proyectos, riesgos y esperanzas. El vínculo común deja de ser la fe (al menos, explícita); esta nueva comunidad es una comunidad secular, coadunada por una intensa perspectiva ético -política sobre el mundo. Incluso el argot ético-político característico llega a diferenciar de manera drástica la visión de la realidad total propia del grupo de comprometidos. Este lenguaje funciona al mismo tiempo como consigna que sirve a la identificación de los comprometidos y excluye a los no iniciados. A esto se añade el que los hombres que llegan a consentir en el -riesgo del compromiso son personalidades ricas, fuertes y, con frecuencia, muy polifacéticas.

Las salidas de esta situación pueden ser muy distintas y aun contradictorias: desde una opción de permanencia en la Iglesia como fermento de reforma, hasta la opción, más o menos consciente, de un «cristianismo sin Iglesia», o el simple abandono de la fe.

Clericalismo de izquierdas

Sin embargo, es muy frecuente que este proceso se cargue de una intención apologética y pragmática. Se intenta contrabalancear la persistente impresión de que el cristianismo, sólo es una ideología privada de salvación, haciéndolo funcionar rápidamente como una teología política bastante improvisada. Esta simplificación representa, indudablemente, un carácter clerical y sectario al simplificar la responsabilidad de la fe, reduciéndola a un impulso para la transformación del mundo.

Algo análogo sucede con el ambiguo papel del líder que el clérigo o el equipo clerical puede juzgar por un tiempo, mientras la sensibilidad para el compromiso terrestre se hace adulta. Cuando esto último ha sucedido ya, el liderazgo clerical evidencia su carácter intrusivo e insuficiente. Los hombres maduros para el compromiso terrestre, a los que la experiencia va enseñando la dureza y complejidad de éste, tienden a buscar un liderazgo más eficaz y menos sospechoso ideológicamente fuera de la comunidad eclesial. Aunque permanezcan cristianos.

Pero no se puede olvidar que hay dos factores que especialmente agravan la crisis de confianza que produce esta Iglesia clerical. Al verificar la ambigüedad entre esas dos Iglesias -la que invita al compromiso y la que se resiste a sacrificar su lugar de privilegio-, el militante piensa a veces que esta ambígüedad sólo se explica porque laIglesia lo único que desea es «conservarse a sí misma». Que juega dos cartas. Que juega siempre la carta del posible vencedor y que si permite, en el interior y en el exterior de ella misma, un espácio de libertad cristiana a los pioneros del compromiso, es para que le sirvan de coartada para la propia subsIstencía en el momento oportuno.

Ahora bien, mientras esto sea así, mientras la Iglesia esté preocupada por asegurarse primero y hacerse ratificar su cátedra en la sociedad, tenderá a aparecer como el doble espiritual de la sociedad civil, como el centro espiritual de un poder, y es de temer que quines libremente conceden a la Iglesia ese papel de doble espiritual de la sociedad civil se disputarán alternativamente el control de su doble espiritual, malgastando una buena parte de la energía evangélica de la Iglesia en procesos de clericalización derechista o izquierdista de la Iglesia; en procesos de ideologización del Evangelio que tratarán hacer de él refrendo del establecimiento o aguijón de la oposición. Mientras esto sucede, ¿cómo intentar que la Iglesia se identifique a sí misma, o que la sociedad la identifique, como aquella que coloca a toda alternativa de la sociedad humana defante del Crucificado, que deja en desnudo lo que de ambiguo, erróneo, perverso hay en todo poder humano?

A. Bolado reconoce la decadencia de las arcaicas tesis del nacionalcatolicisnio, pero se alarma justamente ante la irrupción vigorosa de lo que muy acertadamente llama neogalicanismo. Se trata de la imagen de Iglesia que la sociedad conservadora española desea que subsista, aun cuando esta sociedad, no sea católica ni siquiera creyente. En efecto, aun para la mirada -si se quiere estética- del hombre que ve asépticamente desde fuera, es horrible que «se resquebraje la ojiva de los dogmas». Pues, aun para aquellos que no habitan en él, el edificio dogmático de la Iglesia es como el prototipo simbólico del orden que a todos nos era familiar.

Aun visto desde fuera, el resquebrajamiento de la ojiva de los dogmas es como la amenaza de la pérdida de la propia identidad, como el presentimiento de un quiliasmo. Como Max Weber, el francés Maurice Druon sabe muy bien que «las representaciones religiosas constituyen los elementos más plásticos y decisivos en la configuración del carácter de un pueblo. Por eso es completamente natural que el espectáculo de una Iglesia que se horizontaliza, dialoga y se comporta en todo como si no fuera portadora más que de verdades relativas haga prorrumpir a Druon en la más grave de las amonestaciones: «Atenclón: todo se puede modernizar, menos Dios.»

En todo caso, lo que caracteriza a estos neogalicanos es su decisión eficaz de que la Iglesia sea tal que sirva a aquella identidad del pueblo, por la que ellos han optado (con acierto o desacierto, con buena o mala fe). Saben muy bien que son tanto más eficaces cuanto mayor colaboración -y mejor y más celosa buena fe en esa colaboración- encuentran en el interior de la propia Iglesia. En este sentido podría definirse este nuevo galicanismo de la siguiente manera: la acción eficaz para que la Iglesia se escoja desde dentro tal como es querida políticamente desde fuera. En el interior y el exterior de la Iglesia el galicanismo dispone de premios y castigos sicosociales para ayudar a que la Iglesia se escoja tal y como es q uerida para el bien dél pueblo. ¡Ah! Y no se olvide que este neogalicanismo puede cubrir toda la ubicación política contemporánea: derecha, centro e izquierda.

Hacia una «Iglesia confesante»

A. Bolado apunta a una solución teológica, que empalma con el pensamiento robusto del teólogo alemán, víctima del nazismo, Jürgen Moltmann: la «Iglesia confesante». Si somos una Iglesia capaz de padecer la carga del mandato que reconoce y proclama, o sólo una Iglesia hábil que se gloria idealistamente del mandato, pero que no está dispuesta a pagar los costos de su realización. Es decir: si somos una Iglesia retórica -que se sabe bien lo que tiene que decir y se pierde estéticamente en ello- o somos una Iglesia confesante (martirial, en el sentido originario), dispuesta a soportar el trabajo de que Jesús se muestre hoy Señor de nuestra historia. Esta es la gran pregunta, y la única.

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