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"La Walkiria", la Opera de París

Rudolf Lieberman, tantos años director de la Opera de Hamburgo, ha transformado la Opera de París. No son pocos los problemas que encuentra, principalmente económicos, tal, y como ha contado en un recíente libro alusivo a sus experiencias en la capital francesa. Con todo, cada temporada parisiense ofrece muchos motivos de interés. El teatro está vendido con bastantes días de antelación y, en ocasiones, los montajes dan lugar a encendidas polémicas.

Es el caso de La Walkiria que dirigió, en las primeras representaciones, G. Solti y en las siguientes Edward Downes. Director, por cierto, que logra sólo resultados medianos de una tan buería orquesta como es ahora la de la Opera de París. En la representación a la que asistí, a pesar de la heterogeneidad de un público con alta cuota de «alto turismo», Downes fue protestado, lo que acaso resulta excesivo cuando los wagneristas, fijos o de ocasión, se conformaron sin mostrar disidencias ante la absolutamente discutible escenografía del español Eduardo Arroyo y los figurines de Moidele Bickel. Arroyo ha ímaginado unos escenarios que vienen a ser una suerte de bunkeres, de sacos terreros, con sus correspondientes troneras o unas inmensas cabañas, también de sacos terreros, por las que escalan unos cuantos ciervos de gran tamaño. En el tercer acto, estas cabañas están rodeadas de un artificialísimo bosque de pequeños abetos. Al fondo hay una pantalla no muy grande en la que se encenderá, al fin de la obra, el fuego encantado. En cuanto a los figurines vienen a ser una estilización de lo tradicional, presente en detalles fragmentarios muy concretos. De, algún modo, los figurines son bien relacionables con la concepción musical wagneriana, en tanto el abuso de los sacos terreros se me antoja dispa-ratado en sentido estricto. Las luces están bien manejadas y esconden un tanto la realidad escenográfica otorgando al conjunto cierta dosis de misterio a la que, sin duda, se agarra el espectador, como a clavo ardiente, para que lo que ven los ojos no vaya en di rección distinta a la música. En suma, creo que estamos ante una raridad que, como es sabido, no significa necesariamente originalidad. Y, por supuesto, ante un intento de hacer otra cosa desde un pensamiento autónomolo que siempre es peligroso. Todas las variantes a introducir en el montaje de Waginer, Verdi o Mozart deberán someterse a un principio o respetar unos límites; los que impone la creación de los respectivos genios operísticos, esto es, musicales y teatrales. Diremos, antes de referirnos a la versión musical, que la míse en scéne, de Klaus Michael Gruber es correcta y pensada tanto en función de la plástica imaginada por Arroyo como del drama musical trazado por Wagner. Todo el conjunto apunta hacia un nuevo realismo entre ingenuo y psicológico o, como diríamos en español castizo, «cargado de retranca».

Una Sieglinde de Helga Dernesch supone auténtico festejo musical. Cuando ella aparece en escena y canta, todo lo demás carece de auténtica importancia. La Dernesch, por sí sola, hace música, drama, plástica, todo. Pocos cantantes, como ella, llenan plenamente un escenario otorgándole extraordinaria riqueza de contén¡do. A su lado brillaron el talento y las condiciones vocales de Ute Vinzing (Brunilda), así como los altos rrierecimientos de Peter Hoffman (Sigmundo), John Macurdy (Hunding), Leif Roar (Wotan), Christa Ludwing (Fricke) y las espléndidas walkirias. Para todos ellos fueron las grandes ovaciones de la noche, pues, musicalmente, pudimos escuchar un Wagner de la más alta categoría.

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