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El sueño de Lord Halifax

En un sentido muy profundo, la noticia deque la Iglesia Anglicana está dispuesta a reconocer la primacía papal, no puede sorprender. El ecumenismo entre las iglesias de Roma y de Inglaterra viene profundizándose desde hace tiempo. No en balde, además, esta decisión se toma tras diez años de estudios y diálogos teológicos. Es pues, la culminación de un proceso que comienza con el Movimiento de Oxford y las conversiones de Newman y sus amigos, pasa por la cuestión de reconocimiento de la apostolicidad y las ordenaciones anglicanas y alcanza un momento importante en las conversaciones de Malinas entre Lord Halifax y el Cardenal Merecer que, sin embargo, concluyeron en un aparente fracaso.

Lord Halifax murió con un sueño por cumplir, desde un encuentro del Papa de Roma y el arzobispo de Canterbury. Pero esas conversaciones dejaron un pozo, fueron como un guadiana subterráneo y ese sueño se haría realidad cuarenta años después, cuando Juan XXIII recibió al doctor Fisher, entonces arzobispo de Canterbury y relativizó incluso las ideas teológicas ante la voluntad de unión. Es entonces cuando el acontecimiento cuya noticia hoy se publica comienza a gestarse. En los años siguientes los teólogos anglicanos y romanos descubrieron, esta vez sí, y con sorpresa, que si dejaban a un lado las anécdotas políticas y polémicas y las sonoridades del pasado, la doctrina del anglicanismo y del catolicismo romano coincidías esencialmente por encima de expresiones históricas.

Esto ha ocurrido a propósito de la Eucaristía, por ejemplo, y otro tanto a propósito de la primacía papal, de la sede de Pedro y Pablo en Roma. Y queda aun por desbrozar un camino, sin duda alguna, porque el problema de la infalibilidad del Papa está ahí, pero si ese camino no estuviera ya desbrozado, quizá no se hubiera hecho el anuncio que hoy se ha hecho.

Lo que hay que decir entonces es que si la unión plena de las dos iglesias no es seguramente para mañana mismo, sí es ya realidad en un aspecto incluso más hondo que la pura unión externa y formal que puede esperarse. Un día Gladeon reprochó a Newman el haberse pasado a la Iglesia de Roma porque eso le tornaría menos fiel a Inglaterra. Newman respondió que si en un banquete tuviera que brindar por el Papa, su conciencia, brindaría por el Papa, desde luego; pero por su conciencia. Y quizás ese día comenzaron a caer los fantasmas del «papismo» en Inglaterra, como entre los católicos dejó de equipararse el anglicanismo con el capricho de Enrique VIII por los ojos azules de una de las damas de su corte. Las consecuencias de esa caída de prejuicios han sido este anuncio sobre la afectación de la primacía papal; y la consecuencia de la eventual unión de las iglesias no solo serán positivas para ellas que quedarán sumamente enriquecidas con el intercambio de talantes, experiencias y tradiciones, sino para un mundo como el nuestro en el que una unión como la de Newman significa, aún en el más laico de los aspectos, la unión por la libertad contra las miserables presiones de todas las pequeñas y nauseabundas ortodoxias que tratan de apoderarse de nuestra alma.

Cuando cae una tapia en alguna parte del mundo, en cualquier caso, el aire circula mejor para todos; y si los teólogos se entienden, los políticos que manejan conceptos por definición más relativos y perecederos, difícilmente deberían empeñarse en continuar haciendo respetables sus respectivas ortodoxias y enfrentamientos.

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