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En la muerte de Pere Pruna

El cadáver de este famoso pintor ha salido de su domicilio de la noble, aunque algo degradada Plaza Real, no lejos de la calle de la Paja, donde vino al mando en 1904. Con Pruna se ha cumplido el viejo adagio catalán: «Roda el Món i torna al Born» para caracterizar la actitud vital de quienes, después de una existencia transcurrida en tierras foráneas regresan a la ciudad natal, en su caso; la Barcelona que, en su día, tuvo por meollo el barrio de Santa María y el paseo del Borne.Este hombre que nos acaba de dejar, obeso, de rasgos leoninos y de una formidable cultura humanística, con quien era una delicia conversar sobre cuestiones estéticas y literarias estuvo marcado por el signo de la precocidad. Prácticamente fue un autodidacta, puesto que únicamente siguió un curso en Lonja y se introducía, casi de escondidas, en las clases que profesaba Labarta en la escuela municipal de Artes y Oficios en una infecta calle del barrio Chino que él no se atrevía a frecuentar por su edad. Empieza a publicar dibujos en revistas barcelonesas a los catorce años y, a los quince, concurre con tres obras en la exposición de Primavera de 1919. Familiarizado con la lengua y la literatura del país vecino, por cuanto se había formado en las escuelas francesas, conocía y trataba de imitar los célebres ilustradores de las revistas frívolas parisienses que hojeaba en el establecimiento de su padre, peluquero de profesión. Precisamente un cliente de aquél, Ricard Canals, le hizo entrar en el mundo del arte y a través de Canals conoció a los hermanos Junyer Vidal, quienes le dieron una carta de recomendación para Picasso cuando el muchacho a los diecisiete años no cumplidos se decide largarse.

Para Pruna, como para Hemingway, como para tantos jóvenes artistas ilusionados, París era una fiesta a pesar de hallarse entonces -primavera de 1921- en la postración de la postguerra y tener el muchacho muy pocos recursos.

El malagueño catalanizado acogió muy bien a Pere Pruna y le presentó a André Lebel, quien organizó una exposición individual de sus obras en la «Galería Percier» de la ruede la Böetie. Contaba dieciocho años de edad. El patronazgo de Picasso y -por qué- no decirlo -el resabio picassiano de las primeras pinturas de Prusia (su etapa inicial deriva del estilizado «Arlequín» que hoy se halla en el museo barcelonés) fueron definitivos para él. Aquel joven y corpulento catalán cae bien en el mundo de los «snob» y entendidos. Su simpatía le abre muchas puertas. Conoce a Max Jacob, Gertrud Stein, Julien Green, James Joyce y Jean Cocteau. Este le introduce en el círculo de los músicos más avanzados: Satie, Auric, Poulenc, Honneger. A través de ellos conoce a Serge Diaghílev, quien le encarga los decorados y figurines del ballet «Les Matelots» (con música de Auric y coreografía de Massine) estrenado con gran éxito en 1925 en el actual «Theátre Sara Bernardt» obra a la que sigue, en 1926, Pastorale (también de Auric pero con coregorafía de Lifar) presentada en el Chátelet y, ya muerto Diaghilev, el proyecto de escenario y atuendos de la ópera L'Aiglon sobre el célebre texto de Rostand con música de Arthur Honneger y Jacques Ibert.

La presentación de Les Matelots, en Londres, permite su acceso a los ambientes más exclusivos de la sociedad inglesa.

Pere Prune tiene un nombre y una cotización internacional que viene ratificada en 1928 por habérsele concedido el segundo premio de la exposición del «Carneggie Institute», de Pittsburgh, cuyo primer galardón se lleva André Dérain a quien nuestro artista confiesa con la aquiescencia del francés, que el pintor que más admira es Rafael, aunque «no esté de moda». Porque hay en la aparente frivolidad de la pintura de Pruna un anhelo de perfección, un conocimiento de los clásicos. En determinados fragmentos de su obra «suena» El Greco o el Zurbarán de los cuadros de Santas.

Este afán de estabilidad, después de tanto ajetreo mundano, se traduce en su vida privada, en su retiro, en los años treinta, en un pueblo del Comtat Venaisin, muy lejos de París, y en la acentuación del carácter religioso de su pintura.

Después de la guerra civil pasa largas temporadas en Montserrat, donde deja huellas de su que hacer en pinturas murales e influye, incluso, en la eclosión de un «estilo montserratino», manifestado dignamente en algunos calendarios y estampas.

Premio Nonell

En junio de 1936 la Generalitat le había concedido el premio de pintura Isidre Nonell por su óleo El vi de Chios que provoca un gran revuelo porque algún resentido demuestra que está inspirado en una fotografía publicada en una revista pornográfica parisiense (¿qué mal había en la utilización del modelo fotográfico?) Pruna renunció al premio pero el jurado se ratificó en su decisión.Al estallar la sublevación militar y la revolución social subsiguiente, el piso barcelonés de Pruna es saqueado, quién sabe si por instigación de los mismos envidiosos de sus éxitos. Huye a Francia y pasa a la España franquista. No tiene más remedio que ir al frente porque allí le detienen dos o tres veces. Le amparan, en cierto modo, los servicios de, ropaganda de Ridruejo (dibuja el cartel conmemorativo de la promulgación del «Fuero del Trabajo») y d'Ors desde su cargo de «jefe nacional de Bellas Artes» a quien presta una valiosa colaboración al organizarle, prácticamente el solo, la participación española en la Biennale de Venecia de 1938 a la que, como es obvio, no fue invitado el Gobierno republicano. En los últimos años aquel Pedro Pruna, fisicamente tan obeso, pero estéticamente siempre tan grácil sabía perdido mucho. Sin embargo, de vez en cuando, todavía descubríamos en la descripción de la piel femenina de sus desnudos la delicadeza que caracterizó su mejor época.

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