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Recuerdo de Verlaine

«Verlaine no es un diablo tan negro como lo han pintado. Si ha sido infeliz, si todavía lo es y debe serlo siempre, se pueden notar en él ciertos inesperados mutismos, ciertos actos salvajes, que pueden recordar la timidez de un gato maltratado. Pero desde que pudo superar inquietudes y pesares nadie es ni amable ni más afable, nadie más alegre que este hombre rudo… Ríe de todo corazón y sin hiel.» Esto decía Paul Verlaine de si mismo, consciente de esa contradicción en que se movió toda su vida.

El que murió hace hoy 81 años, fue un poeta con mala prensa. Discípulo de Baudelaire y L'lsle, Adam de Gautier y Banville, en su persona caen los últimos golpes del Romanticismo, que son los más pasionales, allí donde lo que Octavio Paz llama «el nuevo espíritu», la modernidad, ha madurado, se ha cuajado, ha sabido desatarse de prejuicios y abalanzar al hombre sobre el abismo de sí mismo, y del mundo. De las simas profundas de los sentidos -.esa libertad luciferina, recién descubierta y dolorosamente vivida- a las alturas de la mística inconfesada, materializada en palabras luminosas sensitivas. Verlaine conoce de si mismo la debilidad, la nobleza, la gloria y la miseria. Sus versos, de los que unos pocos son inmortales, han sido la señal de sus alturas. De su vileza, los contemporáneos nos dan la imagen, respetada y querida pese a todo, de un hombre especialmente feo, angustiosamente dominado por el alcohol y la melancolía, raptado por la depresión.

Y dice Paul Claudel: «Fue el publicano, en el rincón más sucio de la iglesia y el pecador que se confiesa con lágrimas en los ojos.» Y André Suerés: «Si no hubiese pecado, no se habría arrepentido, si no hubiese caído tan bajo, su plegaria no habría alcanzado tanta altura. Su destino fue vivir en la degradación para revivir en el amor más puro.»

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