De nuevo 1925 anuncia a 1984
A nadie debería sorprender ya el ver a los franceses, tan amigos de las efemérides que se refieren a sus propias victorias, por pequeñas que éstas sean, afanarse ahora en lo que podríamos llamar una metacelebración. Transcurridos diez años desde la muestra retrospectiva que, teniendo por objeto su Exposición Internacional de las Artes Decorativas e Industriales Modernas de 1925, puso rabiosamente de moda en todo el mundo lo que hoy entendemos por art-decó, el Museo de Artes Decorativas de París decide, a mayor gloria de sí, repetir la jugada. Insisten en recordarnos cómo fueron ellos quienes avivaron en nuestra memoria la imagen del lugar donde se desarrolló la más espectacular batalla entre la razón y el sentimiento por apoderarse del monopolio de nuestro entorno y que, curiosamente, también fue en su terreno.La exposición internacional del veinticinco no satisfizo, en su momento, a nadie. Lo que la Sociedad de Artistas Decoradores había planteado ya en 1911 como necesario para fomentar un maridaje conciliador entre el arte y la industria se reveló impotente para resolver un problema que enfrentaba no sólo dos modos de producción, sino dos concepciones del mundo. En un bando militaban quienes, como Roger Marx, imaginaron una exposición que marcara el fin del desprecio por la máquina, l'Esprit Nouveau de un Le Corbusier qué abría su programa con una inequívoca declaración de principios: sin estandarización no hay industrialización posible. De otro lado se agrupan decoradores que, sintiendo como una rémora su quehacer artesano, aventuraban soluciones formales que les acercaran en lo posible.al espíritu de su tiempo, inaugurando así lo que se ha dado en llamar estilo «art-decó». Si tomamos el vocablo strictu sensu y no en el sentido más amplio que le otorga Maenz. Para unos y otros, la génesis de una estética «moderna» se veía presa en las redes del equívoco que suponía una razón supeditada al imperativo de la producción industrial. En cierto modo esclava de sus pasiones. la razón ve en la máquina y en la ciencia que la hace posible, no ya sólo un instrumento, sino la panacea capaz de curar todos los males del hombre. Lo que había comenzado por curiosidad de gabinete se revela como fuente de toda utilidad. Y así es la máquina, el útil, quien impone las leyes, y la razón, hipnotizada, le deja hacer. La ciencia se eleva por encima de su carácter instrumental y se convierte en la verdad misma.
Un arte, entonces, que aspira a ser fuente de conocimiento no puede por menos que verse involucrado en el asunto. Las vanguardias posimpresionistas caen en la cuenta de que el mundo es un conglomerado de cubos, conos y esferas. Si nuestros sentidos no nos permiten verlo, el Picasso cubista no tiene ningún reparo en volverles la espalda y pintar las cosas tal como las piensa. De igual modo, futuristas y constructivistas no verán otra salida que la geometría. Tras ello, todos cantan al unísono las excelencias de la máquina, la industria y la producción. Los pobres artesanos de 1925, a la vista de que sus clientes habían comenzado a interesarse por el nuevo arte a través de los Salones y los Ballets Russes de Diaghilev, no tenían otra posibilidad de supervivencia que adaptar sus formas a los nuevos derroteros del gusto: si no eran «racionales» serían, al menos, geométricos. De nada les sirvió condescender, lo que primero se había lirnitado a apropiarse de los motivos decorativos siguió después con los materiales, más tarde con la estructura y, por fin, zanjando la cuestión de un plumazo, deglutió el viejo modo de producción. Pero todo ello no era más que un profundo equívoco, un profundo y peligroso equívoco, una auténtica ceremonia de la confusión.
La necesidad de un arte geométrico se apoya en una razón que reduce el mundo a dichas formas, por ser reflejo, a su vez, de problemas mecánicos que hacen posibles máquinas que producen objetos que son también geométricos por un doble motivo: en virtud de un supuesto principio de eéonomia que la lógica de la producción impone y por el deseo de que estos objetos sean, además de útiles, bellos. esto es, participen de las verdades del Gran Arte. Este razonamiento,evidentemente esquizoide, se derrumba por su propio peso. En primer lugar. el sacrosanto principio de economía, puntal de toda utilidad, se revela como perfectamente inoperante desde el momento en que el tiempo que dicho principio dice ganar es empleado por la producción, gracias a la creación de nuevas necesidades en los consumidores, para perpetuar su propia actividad, a la que es ajeno todo reposo. De este modo vemos que la necesidad de la geometría en los objetos, por su relación con la máquina, no se refiere a la utilidad. sino a una fuerza ciega que impulsa a la producción a crecer ad infinitum.
Por otra parte, dichos objetos son geométricos con respecto al arte en la medida en que éste es, en un juego de reflejos, semejante a la máquina, que resulta igualmente geométrica en virtud del sospechosísimo principio de economía. Lo único, pues, digno de un cierto crédito, dentro de este delirante proceso, sería que las máquinas producen objetos útiles. Mas como, en gran medida, dichos objetos sólo satisfacen deseos que, a su vez son producidos, únicamente cabe afirmar, en rigor, que la máquina produce, lo que ya vislumbraban los surrealistas al aventurar la sospecha de que toda máquina es, en último término, soltera a la manera de la fábrica de ejecuciones descrita por Kafka en La Colonia Penitenciaria.
No nos extrañará, pues, el que Michel Leiris, en un sueño descrito en el número siete de La Révolution Surréaliste, hubiera visto la Exposición Internacional de las Artes Decorativas como parte integrante de un museo de terror. Allí los hombres libraron la última batalla en favor de la artesanía, batalla que estaban destinados a perder, pues habían olvidado la noticia que Morris les trajo de ninguna parte: «... Que toda la pericia del siglo XIX se empleaba en la fabricación de máquinas, maravillas de inventiva, de habilidad y de hacienda, utilizadas para la prodeducción desmesurada de objetos inútiles y despreciables.»
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.