La ópera
Sube el petróleo, escasea el gas-ciudad, no llega la bombona de butano, por la cosa del paro, ni la botella de la leche, por la cosa de la huelga, van a encarecer el Metro, los obreros de la Renfe es posible que hagan huelga de trenes parados en Navidades, y los exquisitos y de los melómanos se quejan de la incurable pérdida: que no vamos a tener temporada de ópera en Madrid.
El otro día hablaba yo aquí de los cazadores de faisanes. Otra raza de selectos. A lo mejor son los mismos. Cazadores de faisán dominical y auditores de Verdi con gardenia en el ojal. O sea las minorías con su magisterio de costumbres. Deliciosa costumbre la de matar y comer el faisán trufado o el pato azulón a la naranja. Deleitable costumbre la de oler una flor mientras agoniza la soprano en un largo calderón.
Pero resulta que el país anda en otras cosas.
A mí la ópera me da igual, ya lo ven. O sea que me trae flojo. No sé a ustedes los caraqueños. Y digo ustedes los caraqueños porque resulta que estas crónicas se publican a diario en El Nacional de Caracas, no sé si con la anuencia de mi periódico o en plan pirata. Me imagino que para una mentalidad caraqueña debe resultar una minuciosa y minutisita catástrofe la supresión de una temporada de ópera en Madrid. Me parece que es Cortázar el que habla de la miniatura europea frente a la desmesura del paisaje americano. Cocteau me lo dijo en París cuando estuve trabajando en Francia en la cosa de la vendimia:
—Mon petit, la obra de Proust es una colosal miniatura.
También la ópera es una colosal miniatura, una fruslería burguesa, europea, pero hay gente que vive aún de miniaturas, lejos de las magnitudes de la historia. Escriben cartas, lo comentan en los salones del té de las cinco, que en Madrid se toma a las seis, y se indignan muchísimo:
—Esto no puede ser, otra temporada sin ópera, hay que llamar a Fernández-Cid.
Como si llaman a los bomberos. Yo no he ido nunca a la ópera por que mi educación musical es tan exquisita que consiste en dormir me exactamente en el primer movimiento de la segunda parte de la tercera sinfonía.
— ¿Nunca le ha levado a usted Pitita? —salta el parado.
No, nunca. Supongo que ya se nota. Pero me consterna y me maravilla, cada mañana, como el citado Proust se maravillaba ante las vidrieros aristocráticas de Combray, descubrir la vidriera emplomada de un resto de la sociedad española —oligarquía, oligocracia, lo que sea— que mata el faisán y escucha a Bizet mientras el pueblo de Madrid se enfría sin gas, se exaspera sin butano, adelgaza sin leche, reajusta su presupuesto para ir en Metro o comprar gasolina para el fin de semana.
Se lo dijo Marx a Engels mientras se tomaban five o'clock tea para pobres:
—La humanidad sólo se plantea problemas que puede resolver.
El axioma es cierto, por más que diga Nicolai, del que acaba de llegarme un libro antimarxista. Supongo que el problema de un invierno en Madrid sin ópera es un problema que la humanidad —o el alcalde— puede resolver, ya que de otro modo no se lo plantearía. Yo he vivido inviernos de Madrid sin pan, sin carbón, sin leche, sin luz o sin aceite. Pero un invierno sin ópera no lo había vivido nunca. Imagino que no podría soportarlo.
Bueno, pues eso les pasa ahora a nuestros melómanos de toda la vida, Que tienen que dejar en casa, entre alcanfores y títulos de la Deuda, los gemelos del teatro, el collar de cinco vueltas, el pendentif, los guantes amarillos, la capa española, el armiño de la dama del armiño y más cosas. Pase lo de la leche, lo del gas-ciudad, lo del gas butano, lo del Metro, lo de la Renfe. Pero lo de la ópera es que dama al cielo. O cuando menos al Conservatorio.
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