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Un forjador de trivialidades

El Gran Brujo ha muerto. Nunca le conocí personalmente y nunca le quise. La trayectoria humana de su vida me ha parecido siempre sospechosa. Hombre de acción ¿o aventurero? revolucionario patentado ¿pero de qué revoluciones?, terminó su vida, confortablemente como ministro, bastante inútil, cubierto de honores, de cintas, de condecoraciones. Antiguo miembro de las Brigadas Internacionales, comía todos los días en Laserre, saboreando y degustando los vinos Moutort-Rothschild, bajo la mirada plácida y feliz de los turistas de paso. La última mujer que amó brillaba por la ligereza de espíritu, la elegancia de su salón y la malevolencia de su conversación. Convertido en hombre de mundo, el Gran Brujo reía de las palabras irónicas de su egeria parisiense.Como muchos otros franceses seducidos por el exotismo -Merimé, Bizet, Napoleón III y Joseph Peyré-,Malraux, después de haber sido un chinófilo célebre, cayó también en la trampa del hispanismo. Lo que dio lugar a su novela L'Espoir. Para mí, como español, es una obra de gran comicidad. Leyendo esta novela me inclinaría a creer que Malraux no ha puesto los pies en ese país, en donde se ha forjado una gran parte de su renombre. Sus anarquistas catalanes se expresan como doctores en marxismo-leninismo de la Sorbona. Sus campesinos son también charlatanes. Sus mujeres heroicas, como deben serlo, parecen arrancadas de las peores páginas de Montherlant. En cuanto a la guerra... La Aviación española no guarda precisos recuerdos de los combates aéreos del capitán Malraux. Mientras que cada piloto tenía severamente racionada su gasolina, el capitán Malraux (¿o era ya coronel?) despegaba con su avión para fotografiar catedrales. Los rojos no apreciaron la presunción del esteta.En resumen, yo no creo que Malraux haya conocido el alma de España. Hemingway, que como buen americano había descuidado el alma, se asomó con curiosidad sobre el corazón de un vicio país que le había sacudido las entrañas. MaIraux no ha tenido nunca otra intención que excavar un cerebro, el suyo. Envuelto, en esta ocasión, en un mantón de Manila con clavel detrás de la oreja. Si Malraux conoce China como España, me temo que su «condición humana» no valga un céntimo. Queda el estilo, se me dirá. ¿ Qué valor tendrá dentro de cien años? Escuchaba la otra noche a Malraux recitar por televisión su «Oración de los Muertos», a la memoria de Jean Moulin. Los temblores de la voz subrayaban cada una de las frases inmortales, el énfasis zumbaba desde el fondo de su garganta Ilustre, la lágrima literaria brillaba al borde del párpado enrojecido ya por el deterioro físico.

Era tan doloroso, tan irreal, como escuchar hoy un disco de la Sarah Bernhardt declamando los versos de El aguilucho.

Baudelaire dijo que el genio, consistía en crear trivialidades. Entonces, sí, Malraux era un genio.

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