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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un mal comienzo

ACERTADA O no, el tiempo lo dirá, la operación reformista emprendida por el Gobierno ha merecido el respeto de amplios sectores de la sociedad española. Por eso es doblemente lamentable que no pueda decirse lo mismo de la campaña publicitaria con que se anuncia el referéndum. Por su simplismo, su falta de rigor y de imaginación, esta operacion propagandística parece -especialmente en los carteles, vallas y canciones- dirigida no a un país industrial y europeo, sino a un pueblo dominado por el analfabetismo o la insuficiencia mental. En estos momentos tan deficados para el Gobierno, no cabría esperar más flaco servicio de algunos de sus especialistas en comunicación de masas. La forma de los mensajes tiene, muchas veces, tanta j importancia como su contenido: y el contexto en el que se transmiten puede modificar sustancialmente su significado. Para los ciudadanos españoles que se mantenían en espera de una información adecuada que les proporcionara los elementos de juicio para una decisión razonada en el referéndum, el arranque de la campaña no ha podido ser más decepcionante.

Tal vez quien programó las intervenciones en televisión, iniciadas el pasado miércoles, creyó apuntarse una baza al incluir tan tempranamente a Blas Piñar, que acudió al campo de batalla tras una preparación artillera que descartaba la abstención como opción posible. En efecto no hay, en teoría, mejor defensa del «sí» que los violentos ataques desatados en su contra por el dirigente de Fuerza Nueva. Del enemigo el consejo.

Sin embargo, tal vez el tiro haya salido por la culata. En primer lugar, muchos televidentes habrán sentido una enorme sorpresa al enterarse de que las ideas expresadas por el señor Piñar resultan ahora heterodoxas y antigubernamentales. Al fin y al cabo, la televisión y la prensa oficiosa suministraron a los españoles durante largos años y seguramente con menor convicción personal en sus portavoces, las mismas fórmulas que el señor Piñar, súbitamente convertido en opositor, hizo llegar a los sobresaltados hogares españoles.

Pero más grave aún resulta el empleo para la propaganda del de un estilo muy semejante al del franquismo ortodoxo. Cuando en una etapa de crisis y restricciones económicas se gastan 1.200 millones de pesetas del dinero de los contribuyentes en una costosa campana publicitaria; cuando se regatea el uso de los espacios televisivos, excluyendo por entero a los no legalizables y subordinando la partitipación de los legalizables a los humores del propio Gobierno, cuando se detiene en la calle a quienes colocan carteles propiciando la abstención, resulta muy difícil entonces aceptar el carácter absolutamente democrático de la campaña.

Esa negativa impresion queda reforzada al examinar los slogans y consignas de anuncios y carteles: órdenes imperiosas (ocupa tu lugar en la democracia, habla, pueblo), retórica vacía (tu voz es tu voto), propuestas vagas y equívocas (hay razones para el sí), amenazas veladas (la reforma política es el cambio sin riesgo), maniqueísmo engañoso (que calle la violencia, que calle la demagogia).

No hay por qué actuar de maquiavelismo o mala fe al Gobierno. Basta con recordar lo difícil que resulta desprenderse de los hábitos: y sin duda el poder sin freno crea más adictos que cualquier droga. Quizá la mayor falacia del franquismo fue su machacona insistencia en equiparar sus intereses particulares y el interés nacional. El comienzo de una verdadera reforma política consistiría en respetar la inteligencia y la libertad de los ciudadanos sin tratar de intoxicarlos con una publicidad sesgada y parcia , y concediendo plena libertad de expresión a todas las opciones posibles, gusten o no, convengan o no a quienes sólo constituyen un sector, aunque poderoso de la comunidad nacional.

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