La obstinación de los hechos
La convivencia democrática española se enfrenta, desde hace más de un siglo, con tres características estructurales que impiden su consolidación. Cuarenta años de dictadura, lejos de haber disminuido su -vigencia, han extremado su dimensión, llevándola a límites, en coasiones, trágicos. La lucha de clases, la pluricomunidad nacional y, la disociación del ciudadano de su destino colectivo campan sus inesquivables problemáticas en el solar de nuestra urgida democracia.Un bien escaso
La forma de organización política que llamamos democracia pluralista es un bien escaso. Del largo centenar de Estados que componen el censo de las Naciones Unidas, sólo veintitrés, es decir, poco más de una sexta parte, pueden, en puridad, reclamar dicha denominación. Sus condiciones de posibilidad esenciales parecen ser: un grado socioeconómico notable y la capacidad de instalar el conflicto de clases en un entianiado social que resiste y recompone los más acres desgarramientos. Este entretejido no anula la contienda interclasista, ni siquiera atenúa la pugnacidad de su antagonismo, pero sitúa su activación en el ámbito de una solidaridad colectiva, garante de la permanencia comunitaria, en la que la conciencia de clase y su ejercicio no suponen ni un atentado frontal al sistema en el que se encuentran, ni la expresión de una voluntad radical de transformación inmediata y traumática del orden social al que pertenecen.
Las clases y el pluralismo
En España, por el contrario, la afirmación de los intereses de clase ha sido siempre abrupta y la reivindicación de los espacios públicos, no sólo hegemónica, sino excluyente. De aquí que la pluralidad democrática no haya ido nunca más allá de un maltratado-deseo. En el capítulo de las responsabilidades cabe decir con fundamento que se lleva la palma la burguesía. Y en ella, una clase dominante, la de nuestros siglos XIX y XX, que ha sido y es la más obtusa y alicorta de la Europa contemporánea.
La España de 197,6 tiene un elevado nivel de desarrollo económico y es un país, socialinente, adulto. Los datos que avalan esta doble aseveración son múltiples y difícilmente rebatibles. Cualquiler índice demográfico, parámetro económico, variable social, indicador cultural, etc., que pudiera escogerse, asentaría a los pueblos del Estado español en la parte alta de la curva de bienestar mundial. La homogeneidad de comportamientos sociales, y más específicamente público-cotidianos, españoles y europeo -occidentales es considerable. Y a los que insis,ten, interesada y precautoriamente en nuestra «diferencia» -que es la versión actual de la vieja. «ineptitud» española para la democracia-, más que recordarles, como suele hacerse, los kilómetros de cola automovilista, de vueltas a la ciudad, los dofflingos por la tarde, cuya interpretación puede ser ambigua o irrelevante, habría que encararles con los centenares de miles de ciudadanos que han ocupado las calles y plazas de nuestros pueblos y ciudades, alo largo de los dos últimos años, sin haber roto, a pesar del fre¿uente y a veces dramático hostigamiento policial y parapolicial, casi ni un vidrio.
El PCE como coartada
Los soportes de esa madurez social -colectiva son las fuerzas populares,y su expresión política, las formaciones sindicales y los partidos políticos de la izquierda. Condenar a la ilegalidad a uno de ellos -que, además, es hoy el de más amplia y eficaz implantación en la base- es, primero, dejarle fuera de juego; después, empujarle a la exasperación social y política,y, finalmente, obligarle a impugnar un sistema cuya consolidación depende, en gran medida, de la actitud de las fuerzas que en parte representa. Desde esta perspectiva, la prohibición del PCE se presenta como una práctica suicida para la democracia española, pero sobre todo como el revelador de la verdadera voluntad inmovilista del establishment social.
Una derecha roma y servidora incondicional -de los grupos hegemónicos no quiso, ni supo, durante la Segunda República, afianzar un marco político en el que el'socialismo y la burguesía fueran compatibles aunque adversarlos, cuando esa era, justamente, la única posibilidad de la democracia. Hoy el pretexto ha cambiado de nombre, y la amenaza que dicen representa el PC es la coartada genérica de la clase dominante española, quien siraviéndose de una derecha que utiliza las mismas armas ideológicas y políticas y, en ocasiones, hasta los mismos argumentos y palabras que en nuestros años 30 -¡inagotable fecundidad de la -parva Acción Española!-, hace de la inexpugnabilidad no sólo de todos sus privilegios, sino también del modo feudal de su dis frute, el criterio exclusivo de su intervención social.
La realidad que decimos Es- paña se compone de un conjunto de comunidades geohistóricas, cuyo nivel de identidad específi co y de diferenciación respec -to del colectivo que las agrupa se organiza, a lo largo de un conti nuo en el que las polarizaciones extremas podrían quedar asumi das por Castilla y León, por un tado, y Cataluña y Euzkadi, por otro. El fenómeno que esa situación representa no es privativo de Es paña sino que corresponde a las pautas de agregación histórica propias del Estado nacional mo derno, que ha revestido - formas diversas según paises y momen .tos. Centralismo homogeneiza dor y afirmación pluricointihita ria han sido los dos principios que han contendido, con varia fortu na, desde la doble perspectiva de la legitimación ideológica y de la estruc 1 tura organizativa, en el proceso, de surgimiento y estabi lización de las formaciones esta tales de la Europa moderna y contemporánea. Confederacio nes-federaciones (Suiza, Alema nia, etc.)-y Estad.os unitarios (Francia, España, etc.) enfrentan sus excelencias y sus servidum bres en up desafío tácito y per manente. El bienestar de la segunda posguerra mundial sitúa- en primer plano de las preocupaciones políticas la condición autónoma y sobe*rana de los individuos y las comunidades, y al postular su plena realización sólo limitada por la mínima, inescapable interdependencia, problematiza el sentido y la coherencia de los conjuntos unitaristas. Irlanda, flamencos y valones; Bretan-la, el país de Gales, Córcega, e,l alto Adigio, las tierras de la lengua d'Oc, etc., son realidades eáropeas, que emergen, pacíficas o violentas, pero incallables desde la neutra uniformidad jurídi- co-administrativa de los Estados a la multiplicidad viva y enhiesta de los países.
La agresión centralista
Todas estas circunstancias se ven radicalizadas en el caso de España, donde un pasado centralista hecho de agresiones y de errores no llega nunca a suturar con eficacia los distintos ámbitos de una pluralidad que cuarenta años franquistas de atropellos lingüísticos, cerrilidad cultural y represión nacionalista exacerban hasta el paroxismo. Allí donde - al ataque del unitarismo.sectario se añade la deserción de parte de la comunidad autóctona, la violencia armada se hace inevitable. La diversidad de maneras de la lucha nacional en Cataluña y Euzkadí, y entre ellos el fenómeno de la ETAse debe justamente al abandono por parte de la alta burguesía vasca de la causa y de los intereses de Euskalerria y no, como sostienen algunos, a una congénita belicosidad de su pue-blo, diferente en ello del espíritu de transacción que caracterizaría al «bon seny» catalán. Pretender poner entre paréntesis o liquidar como un incidente menor la exigencia de un existir comunitario, diferencial y propio, en el que se sienten radical y prioritariamente comprometidas.las mayores colectividades del Estado español, es desmontar al pueblo de su destino y deja rlo a la deriva, entre la magia y la fuerza; es empujarlo hacia esa insolidaridad colectiva que ha lastrado la vida política española de los dos últimos siglós. Insolidaridad, dimisión ciudadana que nos, hace considerar al Estado como un cuerpo enemigo o, en el mejor de los casos, ajeno, que genera antagonismo y recelo de, cada uno de los dos lados de todas,las ventanillas. administrativas, que ha hecho posible los grandes escándalos económicos del franquismo y que es responsable de que la corrupción y la falsedad se hayan convertidó en comportamientos públicos, no sólo extendidos, sino, sobre todo, socialmente aceptados.
La democracia pírrica
El ejercicio de la democracia sólo puede comenzar por el comienzo: hacer que todos participemos por igual en la vida y decisiones colectivas. Un referéndum, como el que se nos propone, impuesto por una legalidad declarada- inservible por aquellos mismos que le deben su existencia, no puede significar ese comienzo. Por muchas razones, de las que recogemos tres.
lº Existe plena coincidencia entre los expertos en considerar el referéndum como un sistema de participación electoral sólo idóneo para comunidades con un índice elevado de práctica democrática o con magnitudes exiguas en territorio y población;
2.º La forma de referéndum ofrecido, que los tratadistas califican de referéndum de ratificación o de instancia excepcional. y segunda, deriva toda su capacidad de legitimación de la autenticidad democrática de la primera fase, en nuestro caso las Cortes franquistas;
3.º El planteamiento pu- blicístico preferendario, que es idéntico -salvo los tiempos y los temas- al de la ley Oígánica de 1966, condena a los españoles al callejón sin salida d,el asenti miento, ya que si no votan, no son demócratas, y si votah no, son fascistas. Las detenciones de quienes se atreven a hacer propaganda de lo contrario es la anécdota-que ha consagrado ya la categoría. - La inexistencia de esos mini- mos, que la oposición demócrata reclama, hace del referéndum una ceremonia, en el mejor de los casos, inútil, probablemente con traproducente. Un autor tan poco sospechoso de izquierdismo co mo Bertrand de Jouvenel escribió, hace ya tiempo, que lo importante de una mayoría electo r al no es su número, sino la clari dad de la opción sobre la que se ha pronunciado.y la libertad de opinión que la ha precedido,
Este referéndum «orgánico», sin partidos legales y sin libertades ejercida en nada contribuirá al entrenamiento democrático de los españoles. Porque no se trata de malabarismos »técnicos, de habilidades verbales, ni de apaños de trastienda, sino de crear un consensus social y político, de articular la comunidad plural de los pueblos de España, de responsabilizar capitalmente a los ciudadanos en el quehacer colectivo. Estos no son los objetivos finales, sino los supuestos efectivos de una democracia española, progresiva y estable. Su alumbramiento es la tarea que nos compete hoy a todos. No a los de siempre.
Por este camino, el Gobierno sólo puede llevarnos a una democracia: la pírrica. El franquis-mo ha dejado inservibles un buen haz de grandes palabras políticas. Sus herederos, de no cambiar, van a inutilizar la que ahora nos es más necesaria. Y su contenido.
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