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Larra, crítico teatral

«No basta que haya teatro; no basta que haya poetas; no basta que haya actores; ninguna de estas tres cosas puede existir sin la cooperación de las otras y difícilmente puede existir la reunión de las tres sin otro cuarta más importante: es preciso que haya público. Las cuatro, en fin, dependen en gran parte de la protección que el Gobierno les dispense.» Son palabras de Larra, espigadas en la sabia antología de sus escritos teatrales, preparada por José Monleón para la colección de libros de bolsillo de Cuadernos para el diálogo, una de las empresas editoriales más atentas al fenómeno teatral de cuantas despliegan actividad de primera línea.Este libro es una joya. Larra no fue nunca admitido en el censo de autores dramáticos y fue borrado, de paso, de los estudios de crítica y preceptiva. Monleón reivindica ahora, profundamente, el trabajo de Larra y saca a la luz un pensamiento largamente explicitado que desarrolla toda una teoría de los hechos teatrales.

Larra conectó imparablemente la sociedad con el teatro. Del embotamiento de la sensibilidad nacional dedujo el decaimiento de la calidad -«un público indiferente a las bellezas, heredero de una educación general mal entendida e instruido superficialmente, es el primer eslabón...», el aplauso a la estupidez y el conformismo. Ante un público que se equivoca y un Gobierno que se desentiende, Larra busca una razón y la encuentra: el desnivel entre la historia real y el teatro «tolerado». Cuando algo inevitablemente se filtra,«estamos tomando el café después de la sopa. He aquí una de las causas de la oposición que así en política como en literatura, hallamos en nuestro pueblo a las innovaciones. Que en vez de andar y de caminar por grados, procedemos por brincos, dejando lagunas y repitiendo sólo la última palabra del vecino. Queremos el fin sin los medios, y esta es la razón de la poca solidez de las innovaciones».

Esta petición de ajuste no es abstracta ni generalizante. Desde su atalaya crítica Larra pide un reajuste del lenguaje, de todo el lenguaje, a la ideología que debe vitalizarlo. «Marchar en ideologías, en metafísica, en ciencias naturales y exactas, en política, aumentar las ideas nuevas a las viejas, combinaciones de hoy a las de ayer, analogías modernas a las antiguas, y pretender estacionarse en la lengua que ha de ser la expresión de esos mismos progresos, perdónennos los señores puristas, es haber perdido la cabeza.» Esta reflexión es consecuente con su idea de las traducciones que deben, «adaptar una idea y un plan ajenos, que estén en relación con las costumbres del país a que se traduce, y expresarlos y dialogarlos como si se escribiera originalmente». Rechaza el «zumbido» extranjero como rechaza el perfume arcaizante, la reconstrucción populista y, en fin, el historicismo infantil de las realizaciones vetustas puntillosas.

Documento social

La meditación de Larra le conduce, según Monleón, a una postura analógica con la de Stanislawsky. El teatro es un «documento social» y ese testimonio ha de ser, ante todo, verdadero. «Los hombres no se afectan generalmente sino por simpatía: mal puede, pues, aprovechar el ejemplo y el escarmiento de la representación al espectador que no puede suponerse nunca en las mismas circunstancias que el héroe de una tragedia.» Este rechazo de la expresión intemporal exige, en contrapartida, algo así como un derecho «democrático» al sufrimiento, la pasión y el comportamiento. La institucionalización de los artificiosos esquemas pétreos heredados es, así, una de las grandes causas del atraso teatral.

El hecho teatral

Pero no se piense que el teórico desconoce el «hecho» de la representación. Los actores, a quienes dedicó el famoso y durísimo Yo quiero ser cómico, fueron el centro real de una serie de exigencias de mayor formación y muy superior responsabilidad. «A semejante modo de poner una comedia en escena no hay reputación de poeta que resista», dice a propósito del estreno de un texto de Dumas. Y poco después, ante el estreno de García de Castilla, interrumpe el circuito de los montajes facilones y acomodados con el terrible zurriago del sarcasmo: «Convenimos en que no repugna a la razón creer que al mismo tiempo que un hijo asesina a su padre, empiece a relampaguear, y más si es verano; pero no es razón suficiente el que una cosa pueda suceder para que el poeta la coloque al lado de otra que realmente sucede. No está probado todavía que los crímenes sean conductores de electricidad, y bueno sería dejar semejantes máquinas dramáticas para los públicos que creían la participación inmediata del cielo en los detalles de la tierra.» Todavía fue más concreto. Por ejemplo, sobre la forma de expresión de los sentimientos, dijo a Lombia, protagonista de La conjuración de Venecia que «no será inútil que se enamorara si fuese posible; con eso formaría él una idea y nos la podría dar a los demás»; sobre la necesidad de ir bastante más allá de la simple recitación escribió, comentando el estreno de El casamiento por amor, que «es indispensable que cada actor dé a su papel el color que no a pudo con la pluma prestarle el poeta, y que cree su carácter, copiándole de la sociedad, de la misma fuente de donde aquél le tomó; para lo cual es preciso que el actor tenga casi el mismo talento y la misma inspiración que el poeta, esto es, que sea artista. Y no basta que cada actor llene de por sí esas indicaciones; es, después de esto, primera necesidad que concurran todos armoniosamente a un fin»; sobre el maquillaje grosero comentó: «¿Podríamos advertir al señor Luna que las frentes y las narices postizas tienen el inconveniente de quitar el semblante toda expresión y movilidad?»; y sobre el eterno tema de la dicción se alzó con toda su capacidad de burla y castigo: «No diré, por ejemplo, que para representar en una lengua es preciso empezar por saberla, porque esto sería ser verdaderamente mordaz y exigir demasiado de un actor. Callaré, pues, como si no lo supiera de muy buena tinta, que hay actores que dicen acta por apta, adhcesión por adhesión, acecta por acepta, adbitrio por arbitrio, habláisteis por hablasteis, quedrá por querrá, etc., y otros, o los más, que están reñidos siempre con los imperativos, y dicen: hacer, cerrar, hablar, cuando habían de decir: haced, cerrad, hablad. Me hago cargo de que si lo dicen así no es por malicia, sino por ignorancia pura; además de que el decir estas cosas cara a cara con el público y no por detrás, prueba que tendrán sus motivos para decirlas; y si no los tuviesen manifiesta siempre cierta nobleza incurrir en el mismo yerro.

Obsesión ética.

Todo respira en Larra preocupación política, ansiedad social, obsesión ética. La fuerte vinculación que establece entre el escenario y la sociedad le lleva a una denuncia constante de las opresiones y a una insistente petición de libertad. No para hacer un teatro panfletario, sino para hacer sencillamente teatro. Da escalofrío leer hoy su crítica a La muerte de Torrijos. Dijo: «Si se admiten piezas de circunstancias, sean las mejores posibles, y las que por su mérito mismo puedan contribuir al verdadero objeto de tales representaciones; esto es, a excitar y mantener el entusiasmo en favor de la buena causa. Porque una mala pieza de circunstancias, en vez de lograr ese fin, lo que hace es apagarlo, avergonzando al mismo partido, que quisiera encontrar más talento en el modo de aprovechar sus justas opiniones. ¿Cuándo cesará el atrevimiento de la ignorancia? ¿Cuando no cogerán la pluma sino los que sepan escribir? El autor podrá ser muy buen patriota, y hasta elogiamos su intención; pero para ser autor no basta ser patriota, es preciso ser escritor.»Probablemente, para ser patriota, ser escritor, ser hombre de teatro también conviene algo más: releer a Mariano José de Larra y meditar sobre ese centenar bien largo de artículos que José Monleón acaba de resituar ante nuestros ojos.

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