Adiós a la geometría con un beso
El viejo mundo estaba liquidado. El sueño amable de una época, que se había ganado el título de bella, agonizaba en brazos de una hecatombe de nuevo cuño que a todos espantaba: la gran guerra. Una contienda que derrumbaba fronteras a todos repartió ruinas por igual; y todos, a su fin, se urgieron en construir el nuevo mundo, impelidos por la voracidad de un progreso que se revelaba ya insaciable. Es la hora de los grandes inventos; bajo el signo veloz y zigzagueante del fluido eléctrico cobraban vida los sueños de Verne: mansiones flotantes y artilugios voladores acercaban entre sí las orillas de los continentes.Otro artificio infinitamente más diabólico colmará el afán internacionalista en el terreno de los sueños: el cine va a permitir participar a todos de los fantasmas de una época cuyos afanes se concretan en lo moderno. Una fuerte voluntad neoclasicista toma frecuentemente su base en las culturas exóticas (egipcia, azteca, africana) que la investigación arqueológica le brinda, y se complace en una visión constructivista de la realidad, a partir de las figuras y volúmenes elementales de una geometría que satisface con creces sus ansias racionalistas. La concreción en lo formal del delirio de esta época, que abarcó dos décadas hasta desintegrarse en una catástrofe igual a la que la había engendrado, es lo que acertadamente engloba P. Maenz en su libro bajo el término Art Decó. Como él mismo expone en el prólogo, el vocablo apareció en 1966, a raíz de la muestra retrospectiva de París que reunía bajo un mismo techo las producciones decorativistas de la Compagnie des Arts Francais con las aspiraciones más radicales de un Bauhaus, un De Stjil o el Esprit Nouveau de un Le Corbusier. Y es que, como ya sabemos, el tiempo no perdona.
Art Deco: 1920-1940,
de Paul Maenz.Barcelona, 1976. Ed Gustavo Gil. 266 páginas. 540 pesetas.
Aliado a ese instrumento cruel y mortífero que es la historia, lima las asperezas de una confrontación teórica que enfrentaba duramente, en el marco de la exposición parisina de 1925, a los servidores de una nueva élite, enriquecida por la guerra, que asimilaba a su placer las audacias de las vanguardias cubistas y futuristas, con los artífices de las nacientes tendencias racionalistas que proclamaban la necesidad de acceder a un estilo internacional y austero, profundamente funcionalista. Pero el prisma histórico, repito -ese fluido que todo lo diluye- hace cómplices a los mortales, y ya difuntos, enemigos. Existe una cierta unidad de estilo, como expresión global de la época, que los hace copartícipes de un mismo esprit dú siécle.
En cuanto a problemas formales, podemos englobar en lo Decó tanto la pintura de un Braque o un Mondrian como los motivos de un Gladky, la escultura de un Brancusi y las figuras en cerámica de un Marcel Renard, aun a sabiendas de que la industria de la decoración había entrado a saco en los feudos de la vanguardia. No debemos olvidar que las acusaciones racionalistas, al hablar de falseamiento, se centraban, más bien, en la permanencia de elementos del ornamentalismo floreal modernista y en la utilización de materiales preciosos, que no eran sino una rémora de los viejos métodos artesanales.
Tales acusaciones son ciertas sobre todo, en la primera mitad de la década de los veinte, y no señalan sino problemas marginales y domésticos de la industria, en su proceso de adaptación tanto a sus nuevos modos de producción como a los gustos de una generación de consumidores fascinados por proezas técnicas sin precedentes que parecen prometer el advenimiento de un paraíso mecánico. La mala conciencia con la que la burguesía industrial del XIX sobrellevaba su propia producción utilitaria la había obligado a recubrir sus vergüenzas congénitas con un barroco aparato ornamental de corte naturalista espejo de su deseo de una Arcadia bucólica.
Pero el salto espectacular que la técnica desarrolla en la década de los veinte parece devolverle la confianza en sus producciones que se muestran como llamadas a salvar el mundo. En esa geometría de las máquinas que todo lo redimen, antes relegada al oscuro espacio de la fábrica y el taller, reside el nuevo ideal de belleza. Todo lo que se nos revela como útil y contribuye, por tanto, a acrecentar ese nuevo bienestar jamás soñado nos satisface con creces por encima de los oropeles del viejo estilo. Así, quienes, en nombre de un ascetismo de lo útil y razonable, quisieron abrir una vía revolucionaria no hicieron sino mejor servir a su enemigo en el camino de lo que iba a ser su mejor lenguaje: el diseño industrial.
Y ese es el universo del Decó: el vértigo de un mundo que se descubre súbitamente moderno. Terriblemente práctico, pleno de confianza en un destino inequívoco, se sumerge en ese trepidante carrusel en el que todo es bueno, todo es perfecto, si es rabiosamente nuevo. Y Maenz nos lo narra con una crónica breve, crítica, pero desenfrenada como aquellos locos años. Y nos cuenta también cómo los hombres, tras vislumbrar las hieles del apocalipsis en el declinar de una segunda época, que ha sido caricatura elefantiásica de la primera, vuelven nostálgicos el rostro hacia esos años en los que, ¡santa inocencia!, creían hallarse a las puertas de un mundo feliz.
Babelia
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