"Julio César": penosa representación de una espléndida propuesta
"Julio César" o «La ambición del poderde William Shakespeare: Adaptación y dramaturgia: Juan Antonio Hormigón. Director: José María Morera.
Intérpretes: Guillermo Marín, Pablo Sanz, Javier Loyola, Miguel Palenzuela, Pedro del Río, José Luis Lespe, Ramón Pons, Gemma Cuervo y Dionisio Salamanca, entre otros.
Teatro María Guerrero.
La propuesta del teatro María Guerrero, que abre su temporada con una versión de Julio César, trabajada en profundidad, es espléndida. La representación de esta propuesta es algo penosa. Pocas veces será tan visible, tan tristemente visible, la distancia que va desde un plan de trabajo a la ejecución de ese plan. Sencillamente: la compañía no reúne capacidad técnica para un trabajo de este tipo. Es triste. Es doloroso. Es humillante. Pero es así.
Ya no es casi un derecho lo que ha ejercido Juan Antonio Hormigón al leer nuevamente el Julio César. Es un deber. Investigar, revolver, profundizar en los clásicos es algo tan razonado, a estas alturas, que no vale la pena repetir lo mil veces escrito. Las representaciones teatrales son, siempre, «aquí» y «ahora». Y así se nos debe hablar. Es lo que hace Hormigón: considerar el tema desde nuestro tiempo para esclarecer lo que, en Julio-César, le ha parecido más sugerente: la «ambición del poder».
Estamos, pues, ante un tratamiento serio, muy serio, del texto original de Shakespeare, al que se agregan, interpoladamente, escenas, personajes y desarrollos nuevos -Cicerón y algunos esclavos, especialmente, más una didáctica escena final- que tienden a estudiar, frontalmente, la motivación de aquellos comportamientos de permanente interés social. La herramienta utilizada por Hormigón -el materialismo histórico-, rebaja la interpretación psicológica y amplifica, en cambio, el estudio de la mecánica que confía el poder a una persona tras la conversión del pueblo en una simple masa sometida y la subsiguiente delegación de poder por parte de los dominadores. De alguna manera, insinúa Hormigón que ese pueblo oprimido es, a la vez, un pueblo inmaduro, lo que conecta admirablemente esa situación con el espectáculo de las facciones que más que por el poder, luchan por el dinero. No puede ser de otra manera. Ni César es, simplemente, un tirano, ni Bruto puede reducirse a un libertario «romántico». La pasión de Bruto está al servicio de una «restauración» aristocrática y César es un reformista lúcido dispuesto a ampliar y modernizar la base de su poder aunque sin salir, por supuesto, del ámbito de los favorecidos por la fortuna.
Hormigón, creo yo, debía haber renunciado a las abreviaturas. No hay en este Julio César una sola escena de más. Hay, en cambio, muchísimas de menos. Y eso es grave. Una inexplicable economía -sólo Bruto se salva- arruina personajes completos -por ejemplo, Porcia- y convierte, a veces, el texto de Shakespeare en un breve cañamazo de vulgares aventuras. El relativo reposo de la preparación del crimen se convierte después en una carrera desconcertante. Sufre Shakespeare, y sufre el punto de vista de Hormigón. (Cuando Ferdinand Lasalle trató el tema de la Reforma en Alemania, envió a Marx su tragedia, Franz von Sikingen. Marx le reprochó la debilidad del fondo natural «ya que debías haber desarrollado un estilo como el de Shakespeare, pero yo considero que es un gran defecto de tus obras, el elemento «schilleriano» que transforma a los individuos en simples portavoces del ambiente»). Shakespeare no era un retrógrado y su lectura moderna no tiene que eliminar nada o casi nada de su poderoso mundo. Julio César es una denuncia del feudalismo. Hamlet, más tarde, vio llegar al capitalismo con toda su arrogancia y crueldad. Lear, finalmente, llora en la estepa sin salida. «Hereje es quien enciende el fuego y quien arde en el», dice en Cuento de invierno. El miedo de Shakespeare, cuando escribe Julio César, es la muerte de Isabel y la subida al trono de Jacobo, el hijo de María Estuardo: es decir, la pulverización de las conquistas logradas, bajo un nuevo impulso feudalizante. (El famoso soneto LXVI es un verdadero programa político). Julio César es ya una denuncia. ¿Por qué correr con el, eliminando sutilezas y clarificaciones, que no eran incompatibles, ni muchísimo menos, para la inteligente relectura propuesta a una audiencia de hoy?
Me pregunto lo que sin duda sé. No ha sido posible. No hay tiempo, ni paciencia, ni dinero, ni mimbres. Burgos es ingenioso, Morera es luchador, Guillermo Marín es lúcido y solemne, Loyola es apasionado, Pablo Sanz es doloroso, Palenzuela es altivo, Pedro del Río es la pura reflexión maliciosa, Ramón Durán es humano, y así sucesivamente. ¿Y qué? El conjunto no da la talla, no tiene grandeza bastante, claridad suficiente, fuerza, transparencia, capacidad. No es posible reprocharlo con aspereza. Es demasiado grande el bocado. Montar a Shakespeare, en la versión política que conviene a la curiosidad y sentido del teatro de un espectador de hoy, es una tarea que está muy por encima de las posibilidades de nuestro mundo teatral. No son responsables absolutos esos actores o ese director. Todo el contexto de nuestra organización conspira contra el trabajo mesurado, bien hecho y profundo que estas propuestas requieren. Lo siento. La culpa no es de ellos. Es de todos.
Y, sin embargo, bien está el esfuerzo. Por ahí tenemos que seguir. A fuerza de caídas y de frustraciones. Pero por ahí. No hay otro camino. Va a ser un aprendizaje duro. Falta muchísimo y sería necio ignorarlo. Nuestra vida teatral, que pasa mercurialmente de la satisfacción vacua a la desesperanza triste, tiene que atravesar, de vez en cuando, estos Jordanes lustrales. Lo demás «lo demás es silencio».
Babelia
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