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Cuando la cultura se diluye en colecciones

Los actuales y futuros historiadores de la comunicación visual van a encontrar -están encontrando ya- grandes dificultades para cumplir su labor, especialmente los que se dedican a estudiar las manifestaciones más marginadas, tebeos, folletos, programas de mano, cartas, cromos, tarjetas, revistas, carteles... Existen instituciones teóricamente consagradas a la conservación de estos productos, pero su eficacia real es más bien dudosa.Las hemerotecas, por poner un ejemplo bien concreto, tienen fondos de una riqueza potencial increíble, pero muy deficitaria en bastantes sectores por razones muy complejas, entre las que la estimación social y las limitaciones intelectuales de los responsables ocupan los puestos claves. Incluso en el caso -más bien improbable- de que alberguen el material que uno necesita, puede ocurrir que, ante la petición para consultarlo, el honrado funcionario de turno responda con el asombro, y llegue a preguntar -hablo por experiencia propia- cómo es posible que un señor con aspecto serio pida tales tonterías.

La anécdota no debe elevarse a categoría, pero actitudes semejantes abundan más de lo deseable, lo que, unido a la sempiterna carencia habitual, delimita muy bien el horizonte que espera a cualquiera que se adentre en los procelosos mares de estas investigaciones. Los especialistas del siglo XVIII, por ejemplo, encuentran más facilidades para su trabajo que los estudiosos de películas, fotos, revistas o cromos impresos. El historiador normal llega aureolado por la seriedad de un trabajo que hasta los más ignorantes consideran útil y prestigioso, mientras su colega destinado a los medios comunicativos visuales ha de vencer las resistencias iniciales, provocadas por unas actitudes que han llevado a despreciar y tirar a la basura una gran cantidad de ejemplares.

El coleccionista ocupa una pieza clave en esta confusa situación porque él es el único que se ha anticipado a la exigencia de conservar hasta las obras más insignificantes. La única esperanza de poder estudiar algún día bastantes producciones históricas radica en estos hombres dominados por sus obsesiones, que buscan incansablemente los tesoros ocultos o abandonados y los guardan celosamente, sin prestarlos a nadie por miedo al extravío.

Lo malo del coleccionismo es que se limita -en la inmensa mayoría de los casos- a esta labor de caza y captura, sin pasar casi nunca al examen y estudio de los trofeos. El coleccionista se mueve, en bastantes casos, por la nostalgia de un paraíso perdido, el de su infancia recobrada en los objetos que la poblaron, o por el atractivo casi erótico de unas pesquisas anhelantes, detrás de los débiles rastros que dejan las piezas.

Los comerciantes avispados se aprovechan de los coleccionistas y suben abusivamente los precios. Un índice claro de esta actitud, por ejemplo, es la cotización de un cuaderno de «El guerrero del antifaz» -edición de 1948- que en el Rastro madrileño cuesta 125 pesetas.

Los investigadores, en cambio, cuya meta no es la posesión satisfecha, sino el examen científico de los ejemplares, no pueden, ni deben, entrar en esas pujas comerciales. Ojalá existieran organismos y bibliotecas suficientes para recuperar estos fondos documentales necesarios para el estudio de una parte de nuestro patrimonio cultural tan imprescindible como cualquier otro sector para un conocimiento completo del pasado que cada día se revela más urgente.

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