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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Etapas poéticas de Ricardo Molina

Este comentario se une al esfuerzo de quienes quieren corregir una injusticia literaria, la que desde hace años arrastra el poeta cordobés Ricardo Molina, nacido en Puente Genil (1917) y muerto en Córdoba (1968), donde era catedrático de Lengua y Literatura española. Injusticia radicada en textos oficiales, antologías y estudios críticos. Y no porque su nombre haya sufrido el castigo del silencio o la incuria de un estamento cultural. Tampoco porque se trate de un genio, sino sencillamente, por razón de canto. El suyo merece un altavoz tan entrañable como el que gozaron y gozan algunos creadores de posguerra. Está unido al de la revista Cántico -años cuarenta-, una de las pocas que trataron de alumbrar el ensombrecido panorama de nuestra lírica. Con él, Pablo García Baena y Juan Bernier, trinomio paternal de sus páginas.En la poesía de Ricardo Molina pueden distinguirse dos etapas, fronteras, en Elegía de Medina Azahara ( 1957), según Mariano Roldán, su incansable animador, al lado de Manuel Mantero, quienes publicaron en la colección Dulcinea (1975), los inéditos Regalo de amante (1947) y Cancionero, del mismo año.

Ricardo Molina: Antología, 1945-1967

Prólogo y selección de Mariano Roldán. Plaza & Janés, 1976; 346 páginas.

La primera parte se caracteriza por un tono de exultación vital, por a búsqueda de una respuesta pronta a su inquietud anímica y por el tratamiento amoroso de la naturaleza. En la vida, como en el amor, resalta lo espontáneo y trata de evitar, ante el milagro de lo simple natural, la sombra de una conciencia macerada por la tradición. Categórico, no duda en afirmar líricamente, con sabor guilleniano, que «todo lo que existe/está satisfecho». Su tema preferido es el amoroso. Lo desborda en la naturaleza y sus elementos ascienden a categoría sentimental. Un amor concreto, corpóreo, con reminiscencias descriptivas de San Juan de la Cruz y contextuales de Walt Whitman y Luis Cernuda. Delgado como un trino en su vertiente íntima. Cósmico y arcádico por la orilla del sentido. Ricardo Molina aúna el Génesis, el Partenón y el Corán, simbiosis que, en Elegías de Sandua (1948), le conduce al contraste entre el sentimiento vegetal de la existencia y el dictamen de una conciencia religiosa, hija de su tiempo, dominada por el color negro y la mortificación masoquista.

Desencanto

Psalmos (¿1945-52?) introduce el desencanto. Entra en crisis la propia individualidad y el poema torna recitado meditativo. Quizás sea aquí, y no en Elegía de Medina Azahara, donde comienza el cambio de tono. En este otro libro aparece, sin duda, la confirmación: «Lo necesario estaba en las cosas que mueren», dice, «en la tierra de paso», «en el cuerpo amado», «lo necesario era placer y desengaño». Y añade, contra el sueño: «Tengo la realidad». El poeta toca en estos momentos la interiorización de lo real, el aspecto más atractivo, junto con el amoroso, de su poesía. También el más diferenciador frente a sus compañeros de época. El traje de la vida, empolvado, va diciendo su canción en un largo Homenaje (¿1956-66?) que empareja el verso y la razón con ritmo de viajero preocupado, conocedor de los caminos en sombra, La casa, (1966), y de la lección que el profesor-alumno dicta al tiempo que la recibe, A la luz de cada día (1967), título similar a otro de Leopoldo Panero. «La altura está vacía./ La palabra que canta, que ilumina y trabaja el alma no cae de lo alto». Viene de las manos, auténticos agentes de la realidad.El cansancio espiritual de esta parte, lejano ya el «fuego desesperado» de otrora -Corimbo (1949)-, es, a veces, reflejo de la sociedad ambiente. En Elegías de Sandua dejó constancia del mundo anodino, sin relieve, que le rodeaba. Y en este de la luz cotidiana renuncia de nuevo un tiempo insensible dentro de un espacio ordenado y vacío, el de la sociedad española de los años sesenta.

Al referirse a la poesía de Ricarlo Molina y Pablo García Baena, implicó Félix Grande los adjetivos «sensual, triste y templada». De los tres, sólo el último es válido para el hombre que nos ocupa. La sensualidad, que sí existe y le diferencia, también, respecto a los otros poetas, el cuarenta, es medio y no fin del poema. En cuanto a triste, yo pondría, en su lugar, meditativa.

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