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Política o violencia

En los medios profesionales de clase media alta -conviene precisar el ámbito social, ya que el dato es de por sí harto explícito-, pero que, como multiplicadores de opinión, cuentan, se oye a menudo una misma queja: lo más grave en las actuales circunstancias, es que el país no tenga políticos. Los que se hicieron con el régimen, parecen tan desacreditados como el régimen mismo. En cuanto a los de la oposición, unos serían viejas figuras que, sea cual fuere su valor, la historia ya se los ha tragado; otros, intelectuales de prestigio, que únicamente su sentido moral y de responsabilidad cívica ha metido a políticos; en fin, los demás, jovencitos que prometen, pero que no se sabe realmente lo que darán de sí.Este lamento refleja elementos reales, heredados del franquismo, pero también el apoliticismo inherente a las capas sociales satisfechas de su situación. Difícilmente cabría esperar que después de cuarenta años de dictadura personal, en la que en la primera etapa se erradicó, incluso físicamente, a la clase política, y en las posteriores se impidió por todos los medios su surgimiento. y consolidación,- nos encontrásemos ahora con una vida política perfectamente organizada y con un plantel de políticos que hubieran ganado la confianza de la población. Pero, además, este juicio reproduce la animadversión conservadora a la política, que utópicamente se quiere sustituir por la mera administración del Estado. Una verdadera política implica, una dinámica, con distintas opciones de cambio, acorde con la evalución de la sociedad y los distintos intereses de clase. El conservadurismo apolítico, por el contrario, no aspira más que a que se gestione la cosa pública, dentro del marco socioeconómico vigente. De la misma manera como el gerente dirige la empresa, el funcionario debería encargarse de la administración del Estado. Nada de políticos, lo que se precisa son administradores honrados y competentes: en esto se cifran todos los anhelos e ideales de ciertos sectores sociales. 'De ahí su tendencia a desconfiar de los políticos, a no encontrarles más que defectos.

La sustitución de los políticos por los funcionarios caracteriza a cualquier régimen autoritario de poder personal. El dictador por sí solo reemplaza a toda la clase política sus decisiones, en última instancia, son las únicas que cuentan- de modo que ministros y altos dirigentes del Estado quedan desnaturalizados en meros gestores de estas decisiones. La preponderancia de funcionarios en el Gobierno tenía que ser uno de los aspectos más característicos del franquismo. Ello corresponde al ideal conservador en su forma más pura. La política queda reducida a su mínima expresión -la voluntad del dictador- y todo lo demás no es sino servicio y gerencia.

Entre la grávida herencia que nos ha dejado el franquismo, tal vez la carga más ' amenazadora sea la falta de una clase política fogueada, así como su correlación, la falta de un pueblo políticamente formado. La contrapartida de esta falta de experiencia política es la conmutación de la política en ideologías abstractas, de derechas o de izquierdas, que llevan en su -seno el camino expeditivo de la violencia. Donde no hay vida política, es decir, cauces jurídica mente reglamentados para resolver conflictos, canalizar la voluntad mayoritaria, respetar a las minorías y saber encontrar el punto justo del compromiso, no queda más que la violencia. El franquismo, al suprimir la vida política, instauró la violencia desde el poder, que engendra necesariamente la contraviolencia desde la base. La violencia que sufrimos y la violencia que nos amenaza es la más temible herencia del franquismo.

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La indignación bien comprensible frente a la violencia de grupos diminutos que se toman la justicia por su mano, sólo resulta operante cuando a la vez se denuncia claramente y sin tapujos su verdadero origen: la violencia estatuida desde el poder. Frente a la concepción de que el Estado tendría el monopolio de la violencia, y, por tanto, la violencia estatal sería sacrosanta, y la de los grupos sociales que aspiran al poder, criminal, hay que condenar toda violencia y con ello cuestionar el que el Estado pueda ser «órgano de violencia legítima». Nos hallamos en la dificilísima transformación de una concepción violenta del Estado -cuya última legitimación se basa en una guerra civil- a una jurídica, de Estado de derecho, que únicamente se legitima por el libre consenso y participación de los ciudadanos, dentro del marco que encuadra la Ley. No hay otro modo de acabar con la violencia que transformando el Estado, de instrumento de fuerza de unos pocos, en órgano jurídico de convivencia política. A los que pretenden evadirse de la política, refugiándose en un individualismo trasnochado, o en su sustitución gerencia¡, conviene recordarles que la única disyuntiva hoy real es política o violencia.

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