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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Contra la pena de muerte

LA SALA Segunda del Tribunal Supremo acaba de confirmar una pena de muerte dictada en su día contra un reo de robo con homicidio. Pese a la confirmación de esta última pena el sentenciado no precisará pedir gracia al Rey -su postrera instancia- por cuanto están conmutadas las penas de muerte por delitos anteriores al 22 de noviembre de 1975 por el decreto de indulto concedido por Juan Carlos I tras su coronación. Este, como otros reos de pena capital en la misma situación, afrontan cadena perpetua: treinta años de reclusión sin posibilidad de acogerse a reducción de pena.No es cosa de lamentar que las penas de muerte pendientes sean conmutadas por la inmediatamente inferior, pero sí es ocasión de volver a plantearse con toda seriedad el abolicionismo. Esto de la abolición de la pena de muerte entra de lleno en ese arsenal de medidas prácticas que la mayoría de la población espera ver materializadas y que -paradójicamente- no se ven reflejadas ni en los programas de la Oposición ni en los del Gobierno.

Este periódico -ya lo hemos escrito alguna vez- es firmemente abolicionista respecto de la última pena. Se nos antoja que no caben argumentos jurídicos o sociológicos -ni siquiera históricos- para defender la tesis de que el Estado tiene derecho a privar de la vida a sus ciudadanos por más que los códigos amparen tan extrema medida.

La pena de muerte no resuelve nada. La pena de muerte parece extraída de una filosofía nihilista. Es la negación del ser humano y de todas las esperanzas que en él puedan colocarse. La pena de muerte entraña la afirmación implícita de que el ser humano es irrecuperable tras la comisión de sus faltas. La pena de muerte es la quintaesencia del pesimismo histórico y humano.

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Poco importa que el abolicionismo crezca o entre en regresión en las sociedades civilizadas. Aún durante algún tiempo el tema andará al socaire de movimientos de opinión pública más o menos pasionales. Aún escucharemos muchas veces el manido argumento de que son los asesinos quienes primero han de dejar de dar muerte a sus víctimas. Aún los crímenes de intencionalidad política arrastrarán a muchos en contra del abolicionismo. Pero a la postre prevalecerán los argumentos de mayor motivación intelectual que son los que tienen por execrable el dar muerte en nombre de la sociedad entera.

Ya sabemos que los asesinos seguirán existiendo, que la secta de los cainitas es inextinguible, que, a nivel individual, siempre habrá un hombre que tenga por buena una razón para hacer correr la sangre de sus semejantes. Pero una sociedad, que debe albergar sentimientos colectivos de alto valor moral no puede caer en el mismo razonamiento.

Y de igual forma es un error la cadena perpetua sin remisión de penas. El hombre que se sabe -como en el caso español- privado de su libertad por treinta años, tras ver conmutada una sentencia capital, sin posibilidad de redimirse cara a la sociedad, deviene en un desesperado y

lógicamente en un irrecuperable inadaptado dentro del microcosmos de la vida carcelaria. Los propios directores de prisiones tendrían, por su experiencia, mucho que decir sobre la inutilidad de tan severas sanciones.

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