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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La temporada en el infierno

Romanticismo y realismo: dos actitudes ante la vida y ante las letras que de algún modo se nos presentan como irreconciliables. En el romanticismo pasión y desenfreno, falta de límites y de medida, Byron y Wether, imágenes desagarradas de una generacion que pronto dejó de creer en el progreso con mayúsculas y tuvo que retraerse en la intertoridad no satisfecha. Tras ella vendría luego esa otra generación más contenida, más cínica, realista y minuciosa que, crecida entre los tafetanes y terciopelos de una Restauracion que pretendía olvidar el gorro frigio, se convierte en cronista impenitente de ese deambular por los salones y tabernas de gentes mas o menos asentadas, y de esa subjetividad que, encarcelada, se deseca en lo cotidiano.La generación romántica nos resulta más cercana. Sus miembros eran los hijos de una Revolución que nunca llegó a ser: su signo es un signo trágico, más todavía heróico, como heróica es la imagen de Byron muriendo en Misolonghi, la de Herzen aglutinando a los exilados rusos que habrían de combatir al zarismo o la de Espronceda cruzando fronteras para combatir con las armas al absolutismo. Al romanticismo le quedaba la belleza Maesto, la grandilocuencia de una libertad a conquistar y de una muerte como culminación poética. La tumba es aún lecho de amor y el héroe al morir se reconcilia con su vida. Elige su muerte y en su adios enamorado o rebelde está dando la respuesta a una sociedad, que ha olvidado y olvida con rapidez los ideales de un mundo que debiera haber sido de igualdad y fraternidad.

Aprendiz de escritor (1830-38)

Gustave Flaubert. Ed. Tusquets, Barcelona, 1976. 262 páginas

Pero la generación romántica deja paso a esa otra nacida en la segunda década del siglo, generacion que beberá los entusiasmos de un romanticismo que ya agoniza y que deberá crecer en una sociedad revestida con la máscara de la hipocresía conservadora. En Francia, el rey burgués no es sino el símbolo de una sociedad de banqueros y comerciantes que puede provocar la náusea en un adolescente que creció añorando las voluptuosidades que había soñado él alma romántica en un mundo libre e igual.

Por eso es hermosa esta pequeña antología publicada por la Editorial Anagrama, en una cuidada edición a cargo de Menene Gras, que nos proporciona unos fragmentos literarios de Gustave Flaubert escritos entre 1830 y 1838, época en que el autor, nacido en 1821, entraba en una prematura adolescencia.

Son escritos que Maubert nunca quiso publicar en vida. Por ello resulta impúdico adentrarse en esas páginas que parecen darnos al hombre, ya que no al literato aún en estado bruto. Lo que sorprende en seguida es que en muchos de esos relatos aparecen ya las obsesiones que el escritor debería conservar hasta su muerte. Uno sólo escribe una o dos obras a lo largo de su vida, podría pensarse, y, de hecho, las grandes obras maestras de Flaubert, la Madame Bovary, Las tentaciones de San Antonio o La educación sentimental parecen preludiadas en los terpas y personajes que en este libro nos presentan a un Flaubert de sensibilidad conflictiva y romántica, sin el freno correctivo que después pone el arte sobre los sentimientos y las pasiones. El Flaubert niño-adolescente está en sus dudas, en su desolación y escepticismo muy cerca de ese grito desesperanzador lanzado treinta años más tarde por ese otro gran adolescente en su Temporada en el Infierno «Maldita esta aridez de la civilización que reseca y debilita todo lo que se eleva al sol de la poesía y del corazón. Esta vieja sociedad corrompida que lo ha hechado todo a perder y lo ha corrompido todo» (p. 231), pero junto al desencanto estos textos nos traen, además, la inquietud del niño, la llama del genio, la curiosidad que estimula al lenguaje y a la búsqueda de la verdad desnuda, que ha de alcanzarse a través de la palabra. Bajo los temas, aparentamente tomados de forma mimética de la literatura romántica (alquimistas, transformaciones demoníacas, amores desesperados y tumbas acechantes), se manifiesta ya la sorpresa provocada por el temblor de Satán ante la insatisfacción nunca colmada de un Fausto que anhela la sabiduría y el miedo ante la presencia estimulante y aterradora del propio cuerpo que ofrece placeres sublimes, placeres que aparecen ante los ojos del adolescente como más tarde se mostrarán ante San Antonio como aquello que mancilla, pero seduce, aquello que trae el cieno y la mentira sobre lo que había de ser luminoso e incontaminado. Es curiosa esta obsesión ante la dualidad alma/cuerpo, ese amor por el espíritu y ese desprecio hacia una carne siempre atractiva, desprecio que podría revelar cierto sentimiento de impotencia psíquica o real que tal vez no sea más que la impotencia asustada de un adolescente que comienza a escribir sus terrores.

Apasionante lectura la de este libro en el que aparecen tipos como la Mazza de Pasión y Virtud que no puede dejar de recordarnos, en su incontinencia romántica, la gran pasión contenida de Madame Bovary insinuada también, en un retorno demasiado insistente, en la joven mujer casada, que deslumbra al niño en la playa, con sus brazos de madre. El arte debería con el tiempo depurar lo que en estos textos no es sino intuición y cántico de rebeldía. En cualquier caso el desespero, la nostalgia, la tristeza y el aburrimiento que intentan plasmar estas narraciones -sobre todo las escritas entre 1837 a 1838- viene a ser como un diario precursor de esa gran novela del desencanto, escrita muchos años más tarde, que es la Educación Sentimental, biografía ya mediada de un Gustave Flaubert joven que siempre parecía escapársenos.

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