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Tribuna:Eduación política
Tribuna
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El horizonte hispánico de España

La antigua titulación enumerativa de los Reyes de España tenía algunas ventajas. Recordaba la génesis de la nación española a lo largo de una serie de incorporaciones, en su mayoría matrimoniales, de los diversos reinos, principados, señoríos de la España medieval. Mostraba que el Rey de España era Rey -directamente- de cada una de sus partes por igual, desde el todo y no desde uno de los reinos ordinarios, por lo cual no había subordinación de unos a otros, sino de todos a la nación.Pero la enumeración tradicional no terminaba en España. Se extendía a las demás tierras de la Corona española, en Italia, Francia, Flandes. Africa, América, Oceanía. Cuando se fueron desprendiendo de la monarquía española grandes porciones de estos territorios, todavía quedaban en 1812, y así lo refleja la primera Constitución democrática de España, que de Cádiz irradió a tantos países de Europa y América, los que más verdaderamente eran españoles, los de América y Asia y Oceanía, aquellos que enviaron sus diputados a la ciudad atlántica asediada por Napoleón, los «españoles de ultramar» mezclados con los «españoles europeos». firmantes desordenadamente de la Constitución.

Estos países empezaron bien pronto a ser independientes, a no depender del Gobierno español, a no formar parte de España. No por ello perdieron su condición hispánica, su participación en la mayoría de los ingredientes que constituyen la sociedad española, empezando por la lengua con todo lo que lleva consigo. Lo cual quiere decir, vistas las cosas desde el otro lado, que al volver España a sus fronteras políticas de 1512 -después de la incorporación de Navarra- no pudo quedar reducida a las viejas fronteras sociales. La. sociedad española se prolonga, en un amplísimo horizonte, en todas las sociedades hispánicas, de las cuales, como tal sociedad, es inseparable.

Esta realidad, como tantas otras, no tiene existencia «oficial» ninguna. Del mismo modo que no hay magistraturas regionales -sólo nacionales o provinciales, lo cual es absurdo-, no las hay «hispánicas». ¿Puede haberlas? Estatales, creo que no. Los hispanoamericanos son suspicaces, celosos de cualquier injerencia del Estado español en los suyos. Pero España no es primariamente un Estado, sino una nación. El Esta do es el instrumento jurídico para organizar política y administrativamente la nación; es para ella y no al revés (toda otra cosa sería totalitarismo). Las relaciones estatales o políticas entre España y cada una de las Repúblicas hispanoamericanas tienen que ser de igual a igual, entre países soberanos, y no afectan al conjunto. Pero hay otras relaciones. España y todos los países hispanoamericanos constituyen una unidad no política, sino social, no saturada, sino tenue, sin más poder conjunto que un poder espiritual: un repertorio de vigencias comunes, cuyo principal elemento, vehículo o excipiente de todos los demás, es la lengua española. Probablemente la única institución que hoy responde a esta concepción de la realidad es la Real Academia Española, que actúa en estrecha conexión con las demás Academias de la Lengua Española, en toda América y en Filipinas, asociadas en una empresa común. No hay relaciones de poder ni de fuerza; hay fraternidad, cooperación asegurada por la referencia a la realidad de la lengua, admiración mutua, prestigio, autoridad intelectual.

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Esta comunidad lingüística es probablemente lo más valioso que poseemos los países hispánicos, incluso en términos de potencia política y valor económico. (Algún día las regiones españolas que poseen además una lengua particular pedirán cuentas a los que, en nombre de ello, tan positivo y valioso en sí mismo, están intentando despojarlas de la lengua española, hacer que se sientan «ajenas» a ella, que no la consideren como «suya», en el más colosal propósito de empobrecimiento que pueda recordar.) Es el germen de un «mundo» real, constituido por un repertorio de vigencias sociales comunes, posibilidad de acciones históricas de enorme alcance, destinado a convertirse en una de las grandes piezas en la estructura del mundo integral.

A España le correspondería una función de convocatoria y convergencia para las actividades de carácter general hispánico. No por otra razón, sino por ser el origen común, el centro originario de la comunidad, el lugar en que los hispanoamericanos se han «encontrado», lo que llamé hace un cuarto de siglo «la Plaza Mayor» de ese mundo.

Pero esto no puede hacerlo el Gobierno español, ni menos aún debe depender de tal o cual política; casi todas ellas, además, atentas a los problemas internos, han solido desatender o tratar con torpeza las conexiones exteriores -exteriores políticamente, internas desde el punto de vista de esa gran sociedad hispánica-. Estas funciones son de aquéllas que podrían ser propias del Rey, no como Jefe del Estado, sino como «cabeza de la nación». Recuérdese que en algunas ocasiones el Rey de España fue nombrado árbitro por dos países hispanoamericanos en litigio -don Ramón Menéndez Pidal fue el experto lingüístico designado por el monarca-. Desligadas de la política, las actividades de la comunidad histórica hispánica podrían encontrar en el Rey un punto de convergencia y encuentro, de inspiración y fomento, de estímulo. En torno de él podrían agruparse, sin distinción de país, menos aún de ideología política, las figuras interesadas en promover la vitalidad de ese mundo de lengua y cultura españolas.

Las instituciones sociales -repito, no estatales- así organizadas podrían atraer cooperaciones que de otro modo no se conseguirán nunca. Pienso también en los recursos económicos. En España apenas existe tradición de que se sostengan libre, privadamente, con espontánea generosidad, empresas de interés común. Sólo la Iglesia ha sido largo tiempo beneficiaria de la largueza -casi siempre póstuma- de los españoles (y es justo reconocer que durante gran parte de su historia ha sido la Iglesia la que ha realizado esas empresas, aunque con excesivas limitaciones, que en ciertos momentos casi han anulado su eficacia social). Sería alentador que los españoles y los hispanoamericanos -sin coacción estatal, sin intereses particularistas- dedicaran su talento, su esfuerzo, su inventiva, su riqueza a favorecer lo que tienen de común, lo que prolonga la realidad de cada uno de los países hacia su plenitud histórica, más allá de sus fronteras.

Si se hicieran cuentas de cuál es el valor global -en todos los órdenes- del mundo hispánico, a lo largo de medio milenio de historia común, sin olvidar la «prehistoria» que el milenio de España anterior al descubrimiento de América y las culturas precolombinas significan como subsuelo de esa historia, y se comparara ese valor con su «cotización» actual en la mente de nuestros contemporáneos, asombraría la injusticia y -lo que es más grave- el desacierto, el error que ello supone. Y al hablar de nuestros contemporáneos no pienso sólo en los extranjeros, sino muy principalmente en los españoles e hispanoamericanos.

Permítaseme soñar lo que podría ser el peso de la palabra española en el mundo de fines del siglo XX.

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