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Diferentes, pero poco

Madrileño, aunque residente por muchos años en Canarias y adscrito al Partido Autonomista Socialista Canario, es funcionario del Estado. Autor de diversos libros y colaborador en varios periódicos.El problema de si nuestra idiosincrasia es peculiar y distinta de la que priva por Europa se ha ido poco a poco convirtiendo en una bizantina discusión con la que se pretende, ora ensalzar todo lo hispano -machismo y ortodoxia en ristre -ora, justificar el gobierno de mano dura, pues ya se sabe que el español es «ingobernable».

Utilizar generalizaciones raciales o caracterológicas siempre es arriesgado. Recuérdese la maligna fermentación que en las ollas nazis sufrieron las teorías raciales del conde de Gobineau y de H.S. Chamberlain e, incluso las de Neitzsche, que iban por otro camino. Deducir del hecho de que no hayamos conseguido cuajar una nación moderna moderada y democrática, que somos diferentes, enunciando tal aserto como si padeciéramos alguna tara irremediable, es sacar las cosas de su punto. Yo no creo que el pueblo español sea diferente a cualquier otro pueblo europeo. Pongámosle, a todo conceder, cierta impulsa irreflexión y un excesivo ardor en su lenguaje - desgraciadamente, también a menudo, en sus acciones- lo que, por otra parte, es patrimonio de las tierras calientes que baña el Mediterráneo. No son los defectos éticos y temperamentales del español producto de un genetismo predeterminado e inmodificable, sino de una educación mal encaminada, cuando no completamente nula, y de eso son más responsables las clases rectoras que las regidas. Cuando en el siglo XVI nos cerramos las fronteras - las físicas y las ideológicas - a todos los componentes del espíritu europeo, nos condenamos a una larguísima cuarentena cultural y política en la que aún permanecemos. No es irrelevante el hecho de que hasta 1965 éramos el país europeo que destinaba menos porcentaje de su renta nacional a educación. Hoy, a duras penas, hemos conseguido sobrepasar a Grecia y a Portugal.

Sánchez Albornoz opinaba que no habíamos salido todavía del medievalismo, enunciado vago, pero cierto en muchos aspectos. Reconquista, contrarreforma, cruzada; siempre la acción en vez del pensamiento la espada y no el libro. Dice Pierre Vilar en su Historia de España: «De 711 a 1492, España, y sobre todo, Castilla, fue una sociedad en combate permanente, y la clase que combate, se adjudicó, naturalmente, el primer puesto».-¿Es difícil darse cuenta de cómo esta diagnosis de nuestro pueblo es aún aplicable al de la época en la que vivimos? Otra vez esa misma clase, la que combatió y ganó, se hizo con la parte del león, y esta vez, con intenciones de que su victoria se convirtiera en un status político y económico inamovible y eterno. Los excombatientes, cuyo número decrece día a día erosionado por los años y las deserciones, pretenden seguir dictando la historia a aquellos que son sus verdaderos protagonistas: los no combatientes. Simplemente por una ineluctable acumulación generacional, son como una marea viva, que cubriendo muertos e ideologías periclitadas, ha de escribir las nuevas páginas de nuestro devenir histórico. La clase que trabaja no ha ejercido jamás el poder en nuestro país, ¿se le puede exigir, pues, que realice una democracia exenta de violencias y exigencias urgentes? La libertad no se aprende en los textos políticos, sino, en la difícil convivencia de cada día. No es sólo un objetivo es también un afanoso quehacer, y hay que vivirla a fuerza de golpes, avances, retrocesos y vacilaciones. Insistiendo sobre la tesis de Sánchez Albornoz a la, que me refería más arriba, Paulino Garagorri, en un artículo aparecido en EL PAIS del 16-7-76, habla del «pandillismo» en el que se desenvuelve en España la política, lo que no deja de ser otra tara medieval. Se refiere «al predominio de la relación personal, de la lealtad obligada». Esto ofrece la peligrosa secuela de que los políticos, de tal forma elegidos para la función pública, se sienten obligados solamente hacia tal organización o cual personalidad, y no hacia el pueblo, que en lugar de ser únicamente, como aquí ocurre, sufrido destinatario de los actos y decisiones del Gobierno, debería ser también crítico, poderdante y juez de tales acciones. ¿Es de extrañar, pues, esa aguda despolitización del español que detectan numerosas encuestas? La democracia no es una panacea, ya lo sabemos, pero es la única forma en la cual el Estado está al servicio de los ciudadanos y no al contrario; el único sistema en el que los gobernantes ven en la opinión pública un referéndum permanente de su actuación política. Es algo tan sencillo como que un senador de Estados Unidos, al ser preguntado sobre si era favorable a la utilización del Concorde -el gigantesco y polémico avión francés- contestara: «Lo soy, pero decirlo me costaría 100.000 votos; luego soy contrario». Cuando los españoles lleven unos decenios ejerciendo sus derechos democráticos, los gobernantes respetando la voluntad de la mayoría y las minorías renunciando a las armas para imponer su voluntad política, volveremos a hablar de la especial idiosincrasia del español y de su abusivamente manipulada ingobernabilidad.

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